Opinión / Ensayos · 09/02/2022

A pasos del abismo: impasse mortal entre la dictadura, la oligarquía de la media docena, y los partidarios del cambio

*Por Francisco Larios

<<La oligarquía de herederos-propietarios corre el riesgo de convertirse en blanco y víctima, ella misma, del monstruo que creó. A pesar de esto, que a ojos vista parecería ser “la ruta” del régimen, la media docena sigue demostrando que el temor al pueblo y al Estado de Derecho, y a la justicia, los hace considerar a Ortega “el mal menor”. Están aún paralizados por el embrujo del poder del que antes se sirvieron con deleite, que piensan infranqueable, y que han creído poder administrar. Quisieran que el resto de la población se comportara de la misma manera.>>

De las acciones de sus operadores políticos, y de declaraciones [casi a coro] de cercanos simpatizantes, se desprende que el nuevo mantra de la oligarquía cómplice es que «ya Ortega ganó, no hay nada que hacer más que entenderse con el hombre«.   Esa es la excusa que lanzan para su política de claudicación, para sentarse a su soñado “diálogo” y ver cómo cambian la música del poder político sin cambiar la letra. 

Sus opciones, hay que reconocerlo, son limitadas. Hay razones estructurales y de su propia creación que los atrapan. Ortega ha estado dispuesto a darles solo una cosa: la «conquista» de una «amnistía» para los presos políticos. Nada más, porque nada más puede ceder sin poner en riesgo inminente su poder.  Por otro lado, el tirano persigue un control totalitario de la población [necesidad que es inversamente proporcional a su debilidad política]; objetivo que le es natural, en el que se refugia de la crisis, pero hace difícil incluso la concesión de la amnistía; y, si no vuelve a esta última imposible, le quita la potencia que pudo haber tenido en un ambiente más sosegado, sin el torbellino de los abusos de poder ya rutinarios amplificado exponencialmente por las expropiaciones de universidades y de bienes de la iglesia católica. En este actuar contradictorio es donde se evidencia la situación estratégicamente insostenible de Ortega, y también la de la oligarquía; es parte del impasse mortal e inestable que caracteriza la correlación de fuerzas en Nicaragua. 

Digo «impasse», y no lo digo con la intención de agitar demagógicamente, como hacía el personaje televisivo de «vamos ganando».  Porque, claramente, en el hoy no hemos ganado, ni “vamos ganando”.  Sin embargo, tampoco “hemos perdido”. De hecho, la derrota del pueblo es tan ilusoria como ilusoria es la pretensión de los genocidas de El Carmen de que es posible un “borrón y cuenta nueva”; o como la alucinación electorera, en la cual un aluvión de votos iba a sepultar al régimen orteguista en noviembre del año pasado. “Por supuesto que sí”, contestó, no se sabe si por ingenuidad pueril, hábito matrero, o simplemente estrechez intelectual, el sempiterno Noel Vidaurre, a la pregunta de su anfitrión, el periodista peruano Jaime Baily, sobre si Ortega sería derrotado en elecciones y aceptaría el veredicto de las urnas. O quizás fue por estar habituado a entrevistas de bola pasada o penal sin portero como las que los medios de las élites sirven en bandeja de plata a los voceros de la oposición pro-oligárquica. El hecho es que la insensatez tiene costos altos en un conflicto, y hay que evitar caer en la trampa en la que Vidaurre se deslizó, pies adelante y calcetines alegres, hecho cenizas en segundos por la sorna implacable de Baily, un regalo de humor para la audiencia nicaragüense, pero, a la vez, revelación triste de cuán perniciosos han sido para la lucha democrática los electoreros que entonces dominaban el teatro político.

Por eso, hay que aclarar qué es lo que se quiere describir con la palabra “impasse”. En primer lugar, está la situación objetiva de Ortega; no su retórica, ni sus aparentes sueños: el tirano tiene posesión del poder, pero necesita renovarlo a diario; si ya hubiera «ganado» no necesitaría ejercerlo como lo ejerce. Frente a él, la inmensa mayoría de la población ha demostrado, como ha podido, notablemente con la abstención militante del 7 de noviembre, que si apenas masculla su odio al régimen es por la inminencia de la represión militar más brutal vivida en América Latina desde los golpes de estado de Chile y Argentina en los años setenta del siglo pasado. La insatisfacción, palpable para el régimen, lo obliga a intentar lo imposible, un estado de sitio permanente, que gane tiempo para su descabellado proyecto totalitario. Mientras tanto, la oligarquía de la media docena, los herederos-propietarios del modelo de “diálogo y consenso” se constituyen en la tercera pata del taburete frágil de este equilibrio inestable que es el “impasse”. Seguramente cambiarían, si pudieran hacerlo de acuerdo con su valoración de riesgo aceptable, el apellido del actual capataz de la “hacienda”, pero, una vez más, el capataz dicta los términos del ejercicio del poder político a una élite que ha sido notoriamente incompetente en esas artes.  Por qué ha sido, la clase de herederos-propietarios, incapaz, no solo de desarrollar la economía, sino incluso de establecer un mecanismo estable de dominio político, es tema esencial, pero pendiente. 

Cualquiera que sea la causa de tal fracaso, el hecho es que en la presente coyuntura la subordinación de la oligarquía a las prioridades del capataz es cada vez mayor, porque para Ortega la marcha hacia el totalitarismo parece ser más importante, y por mucho, que las maniobras de lavado de cara y refinamiento de modales que quisiera promover la media docena para abrir los cielos al milagro de un aterrizaje suave. Es decir, el tirano puede haber incluido en su agenda “amnistía a los presos políticos, gran diálogo nacional, borrón y cuenta nueva”, pero las páginas de su agenda están repletas de garabatos psicodélicos que le recuerdan “sobrevivir hoy, aplastar al opositor pequeño que puede llegar a ser grande, inaceptable dejar que hablen y marchen, vamos con todo, hay que controlarlo todo”. 

Así las cosas, la oligarquía de herederos-propietarios corre el riesgo de convertirse en blanco y víctima, ella misma, del monstruo que creó. A pesar de esto, que a ojos vista parecería ser “la ruta” del régimen, la media docena sigue demostrando que su temor al pueblo y al Estado de Derecho, y a la justicia, los hace considerar a Ortega “el mal menor”. Están aún paralizados por el embrujo del poder del que antes se sirvieron con deleite, que piensan infranqueable, y que han creído poder administrar. Quisieran que el resto de la población se comportara de la misma manera, en la ilusoria esperanza de que, si cesaran los murmullos que reclaman el fin de la tiranía, y tras su fin, justicia, podrían llegar a un acuerdo con el capataz, poner en orden los asuntos financieros de la finca, y anunciar al mundo que todo vuelve a la normalidad, que ya no hacen falta sanciones, que es posible una “transición negociada”, “pacífica”, que “gradualmente” desaparecerá el régimen orteguista, que todo es “saber negociar”.

Todo esto, por supuesto, es tan alucinante como ha sido hasta la fecha el actuar político de la oposición electorera, porque pasa por alto el nudo gordiano del asunto: Ortega no está en condiciones de dejar el poder voluntariamente, y la población no está en condiciones, porque ya acecha el hambre y la violencia represiva anega la sociedad, de claudicar, de renunciar a sus derechos básicos, aunque en este momento tenga que mascullar su odio––mientras llega el próximo momento.