Cultura · 22/12/2021

Agenda cultural

David C. Róbinson O. /
Panamá, Panamá.

*Tomado de ACIC

José Silampa Perea es mi amigo desde la adolescencia; de cuando éramos asiduos a los naitafun, a los antiecológicos bailoteos cercados con pencas de cocotero. A propósito, el apodo de Silampa no es porque el tipo sea muy alto y corpulento, es porque calza como si fuera muy alto y corpulento. ¡Qué pata, mi hermano! A pesar de las enormes dimensiones de sus peculiares pies, Silampa es mi amigo. Somos confidente e infidente. Hay quienes afirman que no soy un buen amigo; yo creo que sí lo soy, por los menos mis oídos si lo son, ya mi lengua es otra cosa.

Mi amigo Silampa por distintas razones, generalmente porque se divorcia o, mejor dicho, lo divorcian, es un hombre solo; pero él no se conforma con ser un solitario. Siempre hace la lucha por invitar a alguna bella mujer a algún evento especial. En estos días me contó sobre sus últimas citas.

La primera fue en el Cine de la Universidad de Panamá. Ya sé lo que están pensando, pero el cine Universitario es la sala que por excelencia muestra películas de otros puntos geográficos diferentes a Joliwud, y él quería ver una cinta suiza. Silampa es un ciudadano muy culto. Le gusta el teatro, los conciertos de la Sinfónica Nacional, las exhibiciones pictóricas, leer los clásicos de la literatura, ver buenas películas. Pero le desagrada asistir a todas esas vainas sin compañía. Por eso, allá, al Cine Universitario, fueron a dar él y su convidada: una abogada que trabaja en una ONG de promoción de derechos humanos.

La película que vieron se titulaba Los Clandestinos. Me contó Silampa que se trataba de la tragedia de unos inmigrantes que pretendían entrar ilegalmente a Canadá encerrados en un contenedor. Eran cuatro adultos y dos niños. Se quedaron sin víveres y agua, enloquecen, provocan un gran escándalo y son descubiertos por la tripulación del navío. De los adultos, uno muere de tétano y el resto es abandonado en medio del mar. Dado lo pequeño de sus cuerpos, los niños lograron esconderse y finalmente arribar a territorio canadiense. Después de tal filme, con una voz de atormentada, lo único que le dijo la abogada a Silampa fue: yo lo llamo. Subió a su auto y se marchó sin sonar la bocina para despedirse.

Silampa no se rindió e invitó a otra dama a ver Fausto, aquella famosa obra teatral donde su personaje principal hace un pacto con el diablo y al final se arrepiente. Me dice mi amigo que el montaje fue muy dinámico y plástico, en el cual, como alguien tiene que pagar los platos rotos, quien es crucificada en nombre de la redención de Fausto es Margarita, el personaje femenino de la pieza. No había caído bien el telón cuando ya la pareja de Silampa se dirigía al estacionamiento e iba preguntándose en voz alta: ¿por qué una mujer inocente tiene que pagar las sinvergüencerías de un hombre? Resultó ser una militante del ultra feminismo. Al llegar a su auto, la misma historia, ni siquiera un adiós. Aunque esta vez si hubo una variante, la hasta ese momento acompañante de Silampa tocó la bocina del carro para no atropellarlo. ¿Ya se percataron que el Perea no tiene auto?

Silampa volvió a probar con el cine, con la película Molino Rojo donde actúa la lindura de Nicole Kidman. Se puede pensar que belleza y talento son cualidades excluyentes, que solamente criaturas celestiales o demoníacas pueden poseer ambas características. No soy un hombre tan culto como Silampa, pero para mi gusto esa actuación fue una gran actuación. De repente soy un fanático. Vi la película y fui yo quien se la recomendó a mi amigo.

En las primeras escenas se tiene la sensación de que Nicole, en el papel de la prostituta Satine, sobre actúa; con el desarrollo de la trama uno va cayendo en cuenta que Satine estaba actuando, es decir, que la Kidman estaba actuando que estaba actuando. Ojalá me explique, pues si sigo explicando quien va a quedar sin explicación soy yo mismo. El asunto es que la película, sin mostrar gran cosa ni ninguna cosa penetrando a otra cosa, crea una atmósfera de voluptuosa lujuria, avaricia y pecado. Y esa atmósfera fue fatal para la cita de Silampa. Me contó que, al salir de la sala, su invitada lo señaló con el índice y le dijo: aléjate de mí, espíritu de la corrupción y se marchó, esta vez a la parada de buses. Sí suponen que la señora era una fanática religiosa, suponen bien. ¡Ah! No permitió que mi amigo se acercara a la parada hasta que ella se marchó en su bus.

Así le fue a mi amigo. Pero Silampa no se rinde. Nunca. Por último, estuvo buscando a quien invitar a ver la obra de teatro Monólogos de la Vagina. Tendrán que disculparme, pero no vi esa puesta en escena. Me imagino que debe ser un montaje que presenta las cotidianas frustraciones que sufre la tal parte femenina.

Por ahí le contaron al Perea de una posible candidata, una maestra de preescolar que se vuelve una melcocha con sólo ver la foto de un bebé. La contactó por teléfono y quedaron de acuerdo en verse en la puerta del teatro El Colibrí.

Haciendo caso de la recomendación, echó mano de una foto de su sobrinita, la bebé más linda del planeta, según su madre. Sí el dato no era equivocado, con el retrato pensaba enternecer a la docente y salvaguardar así cualquier otro percance. Lo que no pensó fue que el percance vendría de otra parte. Silampa es un buen relator, así que me contó todo, hasta el más ínfimo detalle. Así fue que me lo contó:

Perfumado y planchadito me apresté a tomar un taxi; por el apresuramiento abordé uno que ya llevaba un pasajero. Me senté en el asiento trasero. Con tono afable y cortés dije buenas noches y di la dirección del teatro. El auto arrancó y aceleró rumbo a la tan anhelada cita. Esa noche, por fin, iba a ligar. No era posible fallar, pues para todos los escollos tenía de antemano una respuesta. En definitivo, la maestra de preescolar, que se enternecía con tan sólo ver la foto de un bebé, no tardaría en ser mi pareja. El plan, por lo menos en mi imaginación, marchaba de maravillas hasta que el hipotético pasajero se volteó y me apuntó a la cara con un revólver. Me obligaron a sacar mis ahorros del cajero automático y por lo que les pude oír, se trataba de dos forajidos que ya habían despachado al auténtico taxista y que ahora, asaltándome, pretendían redondear las cifras de su atraco.

Después de vaciar mi cuenta bancaria se dirigieron hacia Cerro Patacón. Al desviarse y abandonar la avenida Tumba Muerto, dicho nombre tomó un significado horrible que me apretó el corazón. El cine suizo, Fausto, la Kidman y la bebé más linda del planeta pasaron por mi mente una y otra vez, a la velocidad de un enorme miedo. Se estacionaron en un paraje oscuro y, por supuesto, solitario. Ni un alma a la vista. Encendieron la bombilla interior y comenzaron, entre otras cosas, a oler un polvo que supuse era cocaína. El hipotético y armado pasajero, me pidió mi cartera. El chofer, que aparentemente no estaba armado, gritó que me había llegado la hora de suplicar por mi vida. La carcajada del chofer se me antojó olorosa a azufre. El pasajero, con una parsimonia que por sí sola me lastimaba, sustraía uno a uno mis documentos, los observaba y luego los arrojaba por la ventanilla. El chofer insistía en que yo rogara por mi vida. El pasajero, como en una cruel cámara lenta, sacó la foto de mi sobrinita y se quedó mirándola. Se la mostró por un segundo a su cómplice y éste, sea por que recordó algo del pasado o porque no olvidó quien tenía el arma, optó por dejar de reírse. La cara del delincuente armado adquirió una expresión sumamente extraña para ser la cara de un delincuente armado.

No tengo conciencia de cuánto tiempo transcurrió desde la sustracción del retrato hasta que por fin el delincuente me dijo que por hoy me salvaba, que podía bajarme del auto y que le diera gracias a Dios. Apenas abandoné el carro, los delincuentes se marcharon rápidamente. Un ataque de pánico me hizo llorar y casi convulsionar al tomar conciencia de lo cerca que estuve de morir asesinado. Al tranquilizarme, caminé de regreso a la Tumba Muerto. Pensé que contrario a lo acostumbrado, esta vez yo dejé plantada a una mujer. Pensé en lo que había sido mi vida hasta esa noche; pensé en lo que yo valoraba, subvaloraba, y lo que sobrevaloraba. Pensé muchas cosas. Pero sobre todo pensé en lo útil que había sido el dato que me dieron, el de la foto preparada para enternecer a la maestra de preescolar. Ahora, recuerda, tú eres mi amigo y te cuento esto para desahogarme, no para que se lo cuentes a todo el mundo.

(Del libro de cuentos Vertigo ‒in ego volantis‒).