Cultura · 10/12/2021

Ahí están

Por Henry A. Petrie | ACIC

—Señor, ¿con quién más está en casa? ‒preguntó la dama hermosa y uniformada.
—Estoy solo. ¡Ah, no! Me visitan pajaritos cantores, ¿los escucha?
—¿Usted es el pastor?
—No tengo rebaño, oficial.

Tiempo de represión y mascarada, de normalidad democrática. El covid-19 en su reino con decenas de sacerdotes y dos centenas de pastores evangélicos muertos. A diario el discurso de la gobernanta. En su línea tonal, exaltaciones y diatribas. Unos se embelesan, otros sufren empacho.
El día amaneció espléndido. El poeta despertó maravillado de la melodía de afuera. Salió de su rincón y ahí estaban, de nuevo; cada cierto tiempo lo visitan y juegan con las veraneras, como en los caminos de Azaría Henry. «Una moto arrancó aprisa».

—Entonces, está solo…
—No, oficial, con los pajaritos. Aún están adentro, jugando con las flores. ¿Quiere entrar para maravillarse? ‒ella vio con atención la sala y volvió su mirada a quien la atendía.
—No. No hay problemas.
—¿No gusta un café? Tengo rosquillas enmantequilladas, me las trajo una amiga de Somoto.
—No.

Las unidades policiales se aparcaron frente a la casa del ciudadano. Antimotines se paseaban amenazantes, tres de ellos con perros inquietos. Una llamada en el móvil, lamenta la interrupción porque sus visitantes mañaneros están por despedirse.

—Poeta, ¿qué sucede en su casa?
—Son pajaritos que cantan y juegan entre mis veraneras.
—¡Sea serio, poeta! Lo que veo no es poesía. ¿De qué lo acusan?
—¿Qué no es poesía? ¿Y qué pues?
—¡La policía está frente a su casa! ¿Está enterado o no?

El ciudadano se sorprendió. En contextos contradictorios poesía y policía no era una rima feliz. Se dirigió a la ventana de la sala con vista a la calle. Observó bien. Ahí estaban, tres unidades policiales enfrente. Pensó que la escena estaba perfecta: agentes en movimientos, comunicaciones de radio, tres hermosos perros bien entrenados de un lado a otro, cintas amarillas bloqueaban la calle y los vecinos totalmente recluidos en sus casas, asustados. ¡Escena perfecta!
«¡No! No es perfecta, porque yo no soy el asesino de la calle Morgue, ni soy amigo de Truman Capote. Nada tengo que ver con Poe ni con A sangre fría», susurró mientras observaba afuera y mantenía abierta la llamada en su móvil.

—Poeta, ¿está bien?
—Sí, vecino.
—¿Qué ocurre?
—Se me apareció una diosa uniformada que no veo entre esa gente.
—¡Sea serio, poeta!
—Lo soy, vecino, no se enoje. ¡Qué extraño!
—¿Qué?
—Ella creyó que tenía rebaño. A no ser que se haya referido a los pajaritos que me visitaban.
—¿Pajaritos? ¡Por Dios Santo! ‒colgó el emisor.

«¡Libertad! ¡Libertad! ¡Suelta a los justos, dictador! ¡No me callarás, Daniablo!», iba diciendo sobre la avenida el protestante solitario con su boina negra en la cabeza, la Biblia en una mano y con la otra, izaba la bandera azul y blanco.

—¡Pastor, córrase! ¡Ahí vienen…! ‒le advirtió uno de los periodistas que lo entrevistaban en su corto recorrido.
—¡Ay, Güegüence! ¡A correr! Que la moto me encienda balazo.