Opinión / Ensayos · 09/01/2022

Daniel Ortega y mi madre pretenden que la bandera de la impunidad gobierne

*Zoilamérica Narváez Murillo | Escrito del 5 de noviembre, 2021

Recuerdo noviembre de 2001. Daniel Ortega en su primera campaña electoral después de mi denuncia. Mi verdad no impidió que él siguiera cubierto de aquel “halo” de “endiosamiento”. Fue difícil para mí superar la sensación de que, para sus partidarios, la acusación por abuso sexual contra su líder no les hiciera dudar de su «estatura moral» para gobernar un país. Tuve que aprender a seguir caminando con dignidad a pesar de aquellos que le vitoreaban. Él perdió las elecciones de 2001, pero no perdió el poder.

Me traslado al siguiente período electoral: Noviembre 2006. Parecía claro para mí que se habían hecho todos los acuerdos políticos para permitir que Daniel Ortega retornara al poder. Nadie me creía. Estaba ganando. Una campaña arrolladora de recursos y sin obstáculos en la oposición. Mi acusación por violencia sexual continuada durante 20 años tampoco fue un obstáculo para que la cultura política de mi país permitiera que un agresor sexual llegara a ser presidente.

Tuve que aprender que los votantes a favor de Daniel Ortega no podían sepultar mi verdad. Que la verdad era ahora la evidencia de mi palabra sostenida y de mi capacidad de sanar por otras y otros que habrían vivido lo mismo que yo. Tuve que mirar fijamente a los ojos temerosos de mis hijos y decirles que “todo iba a estar bien” aunque ahora, el agresor al que denuncié, fuese el Presidente de nuestro país.

Luego vino otra elección, y otra, y otra. Cada una con lo suyo. La de 2011 fue emblemática. El poder se consolidaba. Las estadísticas podían manipularse y sostenerlos en el poder. Recuerdo luchando contra esa sensación de ser de las pocas personas que veía como Daniel Ortega y Rosario Murillo cambiaban de traje y de disfraz para manipular la conciencia de sus seguidores y el vestigio de legalidad con la que ellos, destructores de la institucionalidad, también disfrazaban a una democracia que agonizaba en Nicaragua.

En aquel momento, auguré que dos periodos electorales consecutivos serían suficientes para arrasar con todo lo que se les opusiera. Así fue, y después de mucha resistencia, mi vida y la de mis hijos corrió peligro. Salí al exilio en junio de 2013. No tuve tiempo de hacer equipaje ni de meter mis muebles y enseres domésticos en una bodega. Les tocó desmontar mi casa y mis enseres a personas cercanas. La casa y la risa de mis tres hijos en las mañanas se volvió un recuerdo que no volvería. Todo se esfumó en 48 horas de amenazas y la voz de advertencia de los mismos policías que me golpearon en esos días, diciendo que cumplían órdenes de mi madre.

Finalmente, y cuando ya pensé que debía acostumbrarme, la pesadilla de «elecciones» se repitió. No me podía acostumbrar a la reiteración de la impunidad. En las elecciones del 2016, me tocó ver el extremo del crimen perfecto: Mi madre premiada por esconder los delitos por los que acusé a Daniel Ortega. Mi madre como fórmula presidencial de Daniel Ortega después de que no solo defendió al agresor que destruyó con cautiverio mis días de infancia y adolescencia, sino que pretendió convertirme a mí de víctima en victimaria, insultándome y descalificándome públicamente. Ella devastó lo que toda hija espera de una madre. Mi madre entregó mi verdad, mi dolor y mi sufrimiento, a cambio de una cuota de ese poder de Daniel Ortega. En ese tiempo, otra vez resistí al que me consumiera el sentimiento de derrota ante la pregunta de mi hijo menor de “¿por qué los malos ganan?”. Pero esta vez, no podía detenerme en mis sentimientos. Tenía que seguir recuperando desde el exilio mi voz, mi identidad, para que mi hijo continuara creciendo abrigado y seguro.

Y fue en este periodo presidencial, que vino la insurrección de abril del 2018. Y me tocó ver lo que nunca pensé ver: Que los mismos que habían cometido crímenes en mi contra, también mandaron a reprimir hasta la muerte a quienes les adversaban. La crueldad, la saña, la perversidad de un sistema se tomó Nicaragua. El crimen se institucionalizó y hoy tenemos a un país acorralado en donde puede ocurrir lo inverosímil para la razón y la esencia humana.

Entonces estas elecciones, ya no las vivo sólo con mi corazón sino con el de muchos y muchas. Daniel Ortega y mi madre pretenden que la bandera de la impunidad gobierne. Querrán que reconozcamos su victoria a pesar de nosotros, del dolor, de las muertes. Pero nosotros y nosotras sintiendo este mismo dolor, podemos reconocer que Nicaragua ha llegado al momento de la verdad. Se cayeron los disfraces, los telones, los trajes nuevos con los que creaban, en el pasado, la mentira perfecta. Aquí no hay un país votando. Hay un país amordazado.

Sé que resulta inexplicable cuando describo lo anterior, que yo diga que Nicaragua sigue de pie. Es que somos un país de nuevos comienzos. Y este 7 de noviembre ellos siguen sembrando su final. No hay quién pueda creerles. Ellos están atrapados en su cárcel de mentiras. A nosotros y nosotras la verdad nos hace libres.

San José, Costa Rica