Opinión / Ensayos · 25/05/2022

Hay que ayudar a la Iglesia Católica a enterrar a la dictadura [un pueblo de enterradores es la pesadilla de Ortega]

*Por Francisco Larios | El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

<<La Iglesia Católica vencerá. Verá, una vez más, pasar el entierro. La dictadura bicéfala de OrMu y el Gran Capital llegará a su fin, y se abrirá de nuevo la oportunidad de construir una República democrática. Desde hoy debemos empeñarnos a impedir que renazcan, de los restos del régimen actual, autoritarismos nuevos en apariencia, pero con el mismo ADN oligárquico y atávico que arrastra a Nicaragua de desgracia en desgracia.>>

La bestia, cercada por el fuego, embiste

Aunque sea demencia, hay un método en ella”, dice Polonio, verborreico cortesano, del enardecido Hamlet. El viejo consejero del rey intuía que debajo del velo de insania flotaba un propósito racional.  

“Racional”, explico a mis estudiantes, no equivale ni a “sabio”, ni a “prudente”, ni a “bueno”. Una connotación común en las ciencias sociales es la de perseguir, con regularidad de comportamiento, el objetivo predeterminado, con los recursos de que se disponga. Descubrir esa “racionalidad” es lo que nos permite, en la ciencia y en la vida, aventurar predicciones.

Así es “racional” la conducta de los Ortega-Murillo: su objetivo es permanecer en el poder, mantenerse a la cabeza de la mafia bicéfala que secuestra todo un país. Y día tras día, dedican a esta tarea los recursos de que disponen. 

No dejemos escapar la implicación profunda de este diagnóstico: que el clan ya no puede aspirar a gobernar (administrar y construir cosa pública), y tiene su meta (como su horizonte) reducida a sobrevivir. Pero, sobre todo, no dejemos escapar esta otra implicación, que es más grave, y que explica, entre otras cosas, la arremetida diaria, los zarpazos que no respetan ni las barreras que solo una fiera cercada por el fuego se atrevería a embestir: al clan genocida se le han agotado los recursos renovables de la política, los que suman voluntades para construir autoridad; le queda apenas la represión cruda; y es solo con represión cruda que puede responder, sea quien sea el oponente. Igual les da ––en su miseria terminal––un insurrecto armado que un hombre con una hulera en sus manos; que un niño que cargue botellas de agua; un joven que levante en sus manos una pancarta; o, un sacerdote que alce su voz y levante la hostia hacia el cielo. 

La única respuesta, el “método en medio de la locura” que el clan demente de El Carmen puede aplicar, es y será, hasta que acabe su agonía, la represión cruda.

Una profecía, y un ejército de enterradores listo para cumplirla

No es difícil predecir quién será el vencedor en el combate que libra la dictadura contra la Iglesia Católica. A la cabeza del régimen (una cabeza reducida, como una tzantza jíbara) ocupa el trono una pareja de enclenques, incapaces de reunir, como siempre fue su sueño, a multitudes vociferantes que agitaran banderas; no les queda más remedio que arengar aburridamente ante unos cuantos centenares de escolares uniformados que se sientan, en orden pusilánime, alrededor de un pentáculo pagano de plantas y ornamentos preparado para la ocasión.  Ni siquiera pueden compensar calidad con cantidad, porque raramente se atreve, la pareja, a dejar las murallas de su ciudad prohibida de El Carmen. Cuando lo hacen, va con ellos alguno de sus más ilusos hijos, de los que aún creen que heredan un reino y no ven que habitan una cárcel.  A la vista del común de las personas, el espectáculo es patético, una exhibición descascarada de defecto y decadencia. Ella, visiblemente a punto de explotar en palabras, obligada al silencio mientras el patriarca se desata en incoherencias. Él, tambaleante, apenas capaz de dar un paso después del anterior, apenas sostenido en el poder por el poder de hacer matar. 

Frente a ellos, una institución que ha sobrevivido más de dos mil años, atravesando todas las tormentas y convulsiones del mundo, cruzando de era a era, de continente a continente, de civilización a civilización, entre bondad y maldad, entre la paz y la guerra, enraizada profundamente en la Historia. El arraigo es particularmente fuerte en Nicaragua, donde la Iglesia Católica fue desde la conquista el cáliz del propio cristianismo, y se ha convertido en el vértice de las creencias más profundas del pueblo. Es tan parte de la psique de la nación como un brazo, un torso o un corazón lo es de un cuerpo.  De un cuerpo, hay que añadir, joven. El cuerpo de una nación destinada a sobrevivir a la pareja de dementes que hoy la secuestran.  De la nación que es, para Ortega y Murillo, un ejército de enterradores que los vigila en todos los rincones de un país que ya no pueden atreverse a recorrer.

Hay que acelerar la hora cero

La Iglesia Católica vencerá. Verá, una vez más, pasar el entierro. La dictadura bicéfala de OrMu y el Gran Capital llegará a su fin, y se abrirá de nuevo la oportunidad de construir una República democrática. Desde hoy debemos empeñarnos a impedir que renazcan, de los restos del régimen actual, autoritarismos nuevos en apariencia, pero con el mismo ADN oligárquico y atávico que arrastra a Nicaragua de desgracia en desgracia. El “azote” con el que amenazaba Fruto Chamorro en 1854, el “plata para los amigos, plomo para los enemigos, palo para los indiferentes” de Somoza García, y el más cruel y nefasto, el “Plomo”, y “vamos con todo”, de la pareja demente de El Carmen, provienen de un árbol común.

La Iglesia vencerá, sin duda, pero a la actual tiranía hay que acabarla pronto, y para eso, debemos unirnos al desafío que valientemente plantan al régimen gran número de sacerdotes, junto a Monseñor Rolando Álvarez y otros obispos, a pesar del trabajo de zapa que el maligno poder orteguista ha realizado para hundirlos en su propia institución. Es mayor la fuerza que la debilidad, la integridad que el fraude, y mucho más poderosa es la lealtad de millones de feligreses que no están dispuestos a ver a su iglesia sometida a los mafiosos de El Carmen.

Hay que ayudar a la Iglesia a enterrar al orteguismo. Si este, en su desesperación, la ataca, hay que hacer de su defensa una línea inexpugnable, una muralla contra la cual se extingan las últimas energías de los perversos que usurpan el poder del Estado en Nicaragua.  En esto podemos y debemos estar unidos católicos y no católicos. Los primeros, para no permitir que la maldad del régimen invada hasta el último resquicio del hogar, conciencia, alma y cultura de cada uno. Los no católicos, porque la opresión contra una fe y una iglesia es, sin exageración alguna, la opresión de todo y de todos: cuando un régimen se atreve a atacar lo más sagrado en una sociedad, ¿qué queda?