Opinión / Ensayos · 29/07/2021

“La democracia es la pertinaz sospecha que más de la mitad de la gente tiene razón más de la mitad de las veces”

*Por Marco Aurelio Peña | Economista y abogado

En Nicaragua nuestros políticos son expertos en tomar decisiones exactamente opuestas a la sensatez.

El derecho a elegir y ser elegido es un derecho constitucional contemplado en el art. 51 de nuestra carga magna. Este derecho cobija a los ciudadanos nicaragüenses que cumplan con la edad mínima y los demás requisitos establecidos. Producto del régimen de excepción, este derecho le ha sido negado por la fuerza a varios pre-candidatos a la Presidencia de la República que gozan de simpatía social según encuestas de opinión pública.

En una democracia funcional, la fórmula presidencial entre un negociante del sector ganadero y una ganadora del principal certamen de belleza de su país no causaría revuelo ya que su nominación sería ejercer sus derechos políticos e iría en correspondencia con la estrategia política de su organización para tener éxito en la contienda electoral.

Al carecer de un Estado de Derecho y una democracia funcional, no resulta razonable para un amplio conjunto de la población que una organización política que reivindica de palabra «abril de 2018», haya presentado una «pareja tan dispareja» como fórmula para participar en unas elecciones cuyas condiciones no están dadas para que se respete el sufragio universal de la mayoría de la gente.

En un plano ético-político, el cargo no hace mérito a la persona sino la persona hace mérito al cargo. Para que una persona haga mérito el cargo tiene que reunir ciertas calidades morales, políticas y educativas, máxime si el cargo se trata de una de las más altas dignidades públicas al que puede aspirar un ciudadano. Entre los diversos criterios para evaluar candidatos presidenciales, podemos considerar: simpatía social, trayectoria política, propuesta de país y educación formal e informal.

De hecho, lo anterior aplica también para toda la función pública. En Alemania los funcionarios de la Administración Pública tienen grados académicos a nivel de Doctorado y Post-doctorado (Economía, Derecho Público, Ciencias Políticas, Políticas Públicas, Administración Pública, etc.). Otros países cuentan con un Instituto Nacional de Administración Pública para la formación de sus funcionarios y servidores públicos.

¿Y por qué debemos ser exigentes con la elección de personas en altos cargos de dirección en el Estado? Porque democracia no es oclocracia. La clase dirigente de los países atrasados ha sido tan apasionada como ignorante. Un cambio profundo para Nicaragua sería una clase dirigente con solvencia moral, educación universal y preparación técnica. Esto es especialmente válido tomando en cuenta que buscamos concretar una transición hacia la democracia; para tal efecto, se requiere un liderazgo ilustrado, centrado en principios, a la altura de las circunstancias históricas.

En Nicaragua ser de izquierda o de derecha no es lo determinante porque el problema en esencia no es ideológico sino cultural. De no cambiar la cultura política, el guión será el mismo con diferentes actores. Nuestra cultura política presenta una tara y unos vicios que vienen reproduciéndose generacionalmente desde la sociedad colonial: caudillaje, cleptomanía, “dedocracia”, nepotismo, desobediencia a la ley, violencia política, clientelismo, pactismo, partidización política de instituciones públicas, concepción de un Estado-botín, etc.

La ciudadanía no tiene claridad en el presente ni tiene rumbo cierto en el futuro. Lo suspicaz no es tanto lo que se dice, sino lo que se calla; porque lo peligroso no estriba en la política visible sino en la subterránea. En un país con gente que ha vivido de la esperanza, la política de intrigas termina involucrando a ingenuos e incautos que no sospechan a qué los metieron o a qué intereses están sirviendo verdaderamente.

El nicaragüense no puede permitir que su clase política continúe saboteando su progreso. Para superar esta crisis nacional de incertidumbre, desconfianza e inseguridad, es menester que la ciudadanía tenga certeza y confianza en propuestas y actores que capitalicen un proyecto que acumule fuerza hasta convertirse en un auténtico fenómeno político (representativo del «espíritu de abril»).

No se obtienen resultados diferentes si se sigue haciendo lo mismo. No se consiguen proezas con políticos que adolecen de estrechez mental y espiritual, adversos al cambio social. No se transmite credibilidad cuando hay contrastes entre el discurso y la praxis. La gente espera seriedad (coherencia) porque su vida sociopolítica está en juego y no una caricatura de competencia para que simple y llanamente un grupo x consiga escaños en el Parlamento.

Una extraña fórmula presidencial parece obedecer a una idea extraña de democracia o a intereses políticamente extraños.