Opinión / Ensayos · 25/02/2020

Nicaragua: a treinta años de una esperanza

Por Mariano Caucino

Un día como hoy, hace treinta años, en Nicaragua, la dictadura sandinista de Daniel Ortega caída derrotada en elecciones libres.

Aquel 25 de febrero de 1990 Violeta Barrios de Chamorro se convertía en presidente de Nicaragua. La viuda de Pedro Joaquín Chamorro, director del diario La Prensa asesinado en 1978 en el final de la dictadura de Anastasio Somoza, derrotaba al líder del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) por un amplio margen: 55 puntos sobre 41. La oposición se alzó con el triunfo en ocho de los nueve distritos electorales en los que se dividía el país.

Ponía fin así al experimento socialista de la familia Ortega, surgido tras la revolución de julio de 1979 contra la dictadura somocista que había gobernado despóticamente el país a lo largo de cuatro décadas a través, sucesivamente, de Anastasio “Tacho” Somoza García, Luis Somoza Debayle y Anastasio “Tachito” Somoza Debayle.

Es altamente probable que los sandinistas creyeran que triunfarían en las elecciones. De otro modo, resulta inimaginable que se sometieran a un proceso electoral. Numerosos observadores internacionales plagaron Managua. Delegados de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos arribaron al país. Incluso el ex presidente Jimmy Carter avaló los comicios: dijo que se desarrollaron con total normalidad. Un enorme banquete había sido preparado aquella noche para celebrar lo que imaginaban sería un triunfo electoral contundente. Lo cierto es que perdieron. Cuesta imaginar por qué un hombre como Daniel Ortega o su hermano Humberto -ministro de Defensa- pudieron cometer un error fatal de esa envergadura, un llamado a elecciones que terminaría convirtiéndose en un auténtico suicidio político. Otras interpretaciones sostienen que Ortega se vio presionado por la administración Bush y su vecino Oscar Arias, presidente de la democrática Costa Rica, y reciente ganador del Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos por terminar las guerras fraticidas centroamericanas. El propio Fidel Castro había desaconsejado hacerlo: sabía que perderían las elecciones.

“Mirá que se lo había dicho a los sandinistas… No podrán decir que no se los advertí… Yo sabía muy bien que existía descontento popular” dijo Fidel Castro después que los sandinistas fueron derrotados en las urnas, en 1990, por la Unión Nacional Opositora (UNO). Así lo cuenta Juan Reinaldo Sánchez, quien durante casi veinte años fue miembro de la custodia del tirano, en su libro La vida oculta de Fidel Castro, en el que narra, además de la vida de lujo del líder comunista, la política de “exportar la revolución” impulsada por La Habana.

Las encuestas previas indicaban que los sandinistas retendrían el poder. Evidentemente, la sorpresa tenía una explicación: la población temía confesar que votaría contra el régimen dictatorial. La situación económica, por otro lado, era catastrófica. La caída en las exportaciones nicaragüenses a lo largo de los años 80 había sido dramática. De nada habían servido las interminables peregrinaciones del comandante Ortega a Moscú mendigando ayuda. Si Ortega soñó con lograr una asistencia financiera como la que los soviéticos proveyeron a los cubanos en las dos décadas previas, se equivocó. O tuvo mala suerte: los bajos precios de los commodities energéticos en los ochenta vaciaron las arcas del Kremlin. A su vez, un nuevo liderazgo a cargo de Mikhail Gorbachov a partir de marzo de 1985 impulsaría políticas de apertura (Glasnost), reforma (Perestroika) y de abandono progresivo a los países satélites y aliados. La Doctrina Brezhnev de soberanía limitada de los estados dependientes de Moscú había dado paso a la llamada Doctrina Sinatra, acuñada por el vocero del Ministerio de Exteriores soviético Gennadi Gerasimov. En pocas palabras, los aliados de Moscú tendrían que arreglárselas, o seguir su camino al socialismo “a su manera”.

Para un líder revolucionario admirador de la tradición leninista, perder el poder solo puede ser entendido como un error inadmisible. Un error que no volvería a cometer.

Pese a todas las especulaciones, Ortega entregó el poder. Podrían haber anulado las elecciones, o simplemente podrían haberse rehusado a reconocer la elección de Chamorro y continuar gobernando por decreto y por la fuerza. En su obra “A Twilight Struggle. American Power and Nicaragua, 1977-1990”, Robert Kagan explica que el costo de esas medidas hubiera significado abandonar las razones que habían determinado al régimen a llamar a elecciones. Esto era, escapar al aislamiento internacional, la catástrofe económica y la interminable lucha con los Contras.

En los años siguientes, se sucedieron los gobiernos de Chamorro (1990-97), Arnoldo Alemán (1997-2002) y Enrique Bolaños (2002-2007). Ortega procuró reiteradamente volver al poder. Tras varios intentos frustrados, lo lograría en 2006. Diversos factores contribuyeron a su regreso a la Presidencia. Por un lado, su discurso socialista de los años 80 fue disimulado a través de una apelación a los valores cristianos muy arraigados en el país -y en toda la región centroamericana- prometiendo imponer duras penas a quienes realizaran abortos. Pero sin dudas, las claves que permitieron su triunfo se debieron al apoyo que el régimen venezolano de Hugo Chávez le dispensó y al pacto firmado por el FSLN y el Partido Liberal Constitucional del ex presidente Alemán. Los petrodolares chavistas y una conveniente reforma del sistema electoral se convirtieron en la llave que abrió las puertas al regreso de Ortega al poder en Nicaragua. El requisito constitucional de obtener el 45 por ciento de los votos para acceder a la Presidencia fue rebajado al 35 por ciento. Las gentes hablaron de un “pacto siniestro” con Alemán, quien a cambio no sería molestado por las numerosas causas de corrupción que lo aquejaban. Ortega se impuso en las elecciones de 2006 con solo el 37,99 por ciento de los votos.

Aquel exiguo número le permitió regresar al poder el 10 de enero de 2007. Nunca más lo abandonó. Una a una, las instituciones republicanas del país fueron desmontadas convirtiendo la democracia nicaragüense en una mera ilusión. En las últimas elecciones, incluso, se dio el lujo de imponer a su esposa, la influyente Rosario Murillo como vicepresidente. En los últimos meses, protestas contra el régimen provocaron cientos de muertes y encarcelamientos de opositores políticos. Grupos de Derechos Humanos estimaron que el número de muertos superaba los 650 casos a fines de 2019. Las lecciones del socialismo del siglo XXI parecen haber sido incorporadas plenamente en la sufrida Nicaragua. Ortega parece haber aprendido la lección que Fidel Castro, tempranamente, le había advertido hace treinta años. Aquella que enseña que una vez en el poder, el comunismo no puede abandonarlo.

Mariano Caucino es especialista en relaciones internacionales y ex embajador argentino ante el Estado de Israel y Costa Rica.

Tomado de Infobae