Opinión / Ensayos · 06/06/2022

No es tiempo de callar

*Por Federico Hernández Aguilar | Tomado del Diario El Mundo

En su paranoia autocrática, Daniel Ortega ha arremetido contra todo. Nicaragua es hoy una inmensa cicatriz de plomo, el prontuario de la atrocidad, la herida más supurante de Centroamérica. De hecho, si nos atenemos a sus alcances y al enorme retroceso democrático que ha supuesto, comparando épocas y circunstancias, el orteguismo ya ha superado con creces a las peores dictaduras que en su momento diezmaron al istmo centroamericano. Nadie antes había tenido que someter a tantas instituciones bajo su mando, ni encarado con semejante procacidad el desprestigio y aislamiento internacionales que hoy implica sofocar a tiros una protesta ciudadana.

Como cualquier gobierno despótico, el orteguismo tuvo cómplices desde el principio. El gran capital y las gremiales empresariales —con muy escasas y honrosas excepciones— pactó con entusiasmo un sistema en el que se podía hacer dinero mientras la tiranía se consolidaba. Al volverse insostenible, el sistema le mordió la mano a los ilusos y dejó como único ganador al que ostentaba el poder. ¿Es que podía ser de otra manera?

También hubo comparsas de Ortega entre los eternos políticos sin principios —Arnoldo Alemán en primera fila—, entre los nostálgicos del viejo sandinismo, entre los académicos de desvelo acumulado. Hubo sectores que dieron otra oportunidad a Daniel por decepción con el resultado de 17 años de incipiente democracia. Cada uno puso su cuota, grande o pequeña, en la llegada y fortalecimiento del orteguismo, que ya cumplió tres lustros de autoritarismo creciente.

Pese a todo, también los críticos del régimen estuvieron siempre ahí, advirtiendo del peligro, señalando las grietas por las que podía colarse el germen del despotismo, manteniendo erguida la mirada por sobre urgencias e intereses. Entre ellos destacaron, por supuesto, los intelectuales. No fueron demasiados, pero sí suficientes para dar testimonio de dignidad en tiempos de conformidad y cobardía. Ernesto Cardenal, autodenominado “perseguido político” en su país, fue abucheado por una turba de idiotas durante su funeral en marzo de 2020. Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Ariel Montoya y otros escritores han tenido que exiliarse a raíz de sus valientes denuncias. Otros personajes de la cultura mantienen una resistencia silente, por temor a represalias, pero contribuyendo con su obra y sus actividades a mantener viva la esperanza en la tierra de Darío.

El arte y el libre pensamiento ponen nerviosos a Ortega y a Rosario Murillo (pretendida poeta esta última), así que han sido canceladas varias organizaciones que difundían la cultura y el arte en Nicaragua. Tras la supresión del Festival Internacional de Poesía de Granada hace dos años, la semana pasada le llegó el turno a la casi centenaria Academia Nicaragüense de la Lengua, despojada de su personería jurídica por un capricho del dictador. Al reaccionar a semejante atropello, el actual director de la RAE en Madrid, Santiago Muñoz Machado, dijo que se trata de “un paso más allá de la opresión”, porque equivale a “cortarle la lengua a la gente”.

Quienes amamos las buenas letras también sabemos amar nuestra libertad para crear, proponer, cuestionar y, en definitiva, expresar lo que pensamos. Hoy es un buen momento para alzar nuestras voces y unirnos es una firme y estruendosa denuncia del abuso de poder en Nicaragua, donde nuestros colegas sufren las atrocidades de un gobierno alérgico al disenso, a la libertad y a la dignidad humana. Hablemos. Gritemos. Evidenciemos. ¡No es tiempo de callar!