Opinión / Ensayos · 21/01/2023

Opositores peleando con el viento

Danny Ramírez-Ayérdiz**

Mientras monseñor Álvarez, los demás sacerdotes y la señora Martha Ubilla son sometidos a juicios carentes de las garantías del debido proceso, diversos grupos y voces de oposición se pelean con enemigos imaginarios: bregan por supuestas diferencias ideológicas que nunca existieron, gastan horas en discursos y análisis políticos innecesarios. En lugar de perseguir la tan ansiada unidad opositora “desde abajo”, y democratizar las voces y las agendas, se disparan ofensas digitales para ver quién es “más puro” ideológicamente que otro.

El pragmatismo podría guiar a una oposición desesperada por el restablecimiento de la democracia y los derechos humanos en Nicaragua. Un pragmatismo que se ha visto en muchas transiciones -que no fueron fáciles- en el que los grupos políticos del amplio espectro ideológico se juntaron, dejando a un lado las pruebas de pedigrís políticos y avanzaron mediante la resistencia pacífica la derrota de dictadores como Pinochet en Chile y Franco en España. Salvando las obvias distancias temporales y las particularidades de todo proceso, la práctica ha demostrado que mientras se gasta el tiempo en exclusiones y encaramientos, las voces y grupos se dispersan, frente al todopoderoso sistema con el que se quiere lidiar.

Una de esas peleas en el viento recurrentes es preguntarse fútilmente si el socialismo se debe repetir en Nicaragua. Pero, francamente, ¿es socialista el cogobierno del presidente Ortega y la vicepresidenta Murillo? No. Nunca lo fue, ni desde su primer día. Los hechos gritan: ellos no solo no están llevando a Nicaragua hacia un régimen socialista, sino que han profundizado el neoliberalismo de los anteriores gobiernos contra los que tanto despotrican los medios y periodistas oficialistas.

Es un gobierno neoliberal en lo económico, autoritario en lo político, así de fácil. ¿Más pruebas? Albanisa, el extractivismo sin límites, la cuadruplicación de los empleos en empresas de zona franca, verdaderos testimonios aborrecibles de los 90, pero que aún continúan con sus prácticas inhumanas y sus sueldos de miseria a la vista y paciencia del gobierno. No obstante, ante el gobierno más neoliberal de la historia reciente, la pérdida de tiempo continúa. Se lucha en contra de un fantasma invisible, un socialismo que existe solamente en las gigantografías y las alocuciones vespertinas de la vicepresidenta Murillo.

Mientras tanto, la prueba de pureza para ser opositor descansa en no ser sandinista, miles de tuit se gastan en apuntar hacia el pensamiento sandinista como responsable del contexto que vive el país desde 2018. “La maldición de Nicaragua” se puede leer constantemente. La esterilidad de una discusión que está a todas luces resuelta es removida con agitación desenfrenada como poción en varios espacios opositores. Es evidente que el gobierno del presidente Ortega no es sandinista: él ha sabido usar muy hábilmente todos los discursos que abaten a voces de la oposición como sandinismo, socialismo, antiimperialismo, independencia, integracionismo entre otros, mientras en el plano de la realidad se practique todo lo contrario o no existan.

Por otro lado, en lugar de permitir que aquellos que se denominan sandinistas disidentes -a quienes, cual experimento de Frankestein, discriminan porque tienen “inoculado” ese pensamiento “maldito”- y que a veces han hecho mucho más que tomar una cuenta en una red social, el debate del sandinismo de este gobierno y cómo extirparlo de las mentes en el futuro democrático, es la futilidad en la que se desgastan muchas voces.

La cuestión en Nicaragua nunca ha obedecido a una cuestión ideológica en primer plano. La historia nos muestra que no ha existido consistencia ideológica y a veces se ha dificultado en la práctica poder ver diferencias, por ejemplo, entre conservadores y liberales. Nuestra historia más que a ideologías, ha obedecido a lealtades caudillescas. Antes que ciudadano, el nicaragüense ha sido simpatizante y tributario de su caudillo desde abajo hasta arriba. No quiero dejar de salvar cómo grandes sectores de la sociedad se han desprendido de estos males, sobre todo desde la primavera inconclusa de 2018.

La revolución es probablemente el ejemplo de un periodo donde la ideología tuvo mayor relevancia en la conducción de los asuntos de gobierno, Estado y sociedad. Claramente, la mezcla ideológica con un gobierno que no logró romper con las clásicas espirales de violencia oligárquicas extravió a la revolución hasta la comisión de graves violaciones de derechos humanos y del derecho humanitario hasta hoy sin investigar. 

Así pues, con muchos asuntos que preocupan a las voces y espacios opositores, como el exorcismo de todo lo que huela a sandinismo, el presidente Ortega continúa hábil, como se dijo arriba, haciendo uso de esa mezcla de discursos, unos vigentes, otros expirados. La clave es ir y ver más allá de esa mezcla astuta de discursos y concentrarse, ahora sí, en exorcizarnos de los autoritarismos, de las vacas sagradas que desde sus conocimientos académicos quieren anular al opositor de a pie, del adultocentrismo con sus recetas mágicas y envalentonadas para “botar” al gobierno, de muchos jóvenes que sin querer, han heredado el autoritarismo de nuestro pasado terrible, de sectores amplios de una sociedad civil fragmentaria, nauseabunda y profundamente corrupta, pero que sigue enquistada de las luchas legítimas. Esos son los demonios. Vayan por ellos.

En el futuro democrático, se necesitará más que ver quién es sandinista o no, para emprender el camino de la democratización con memoria, verdad, justicia y reparación, así como la revisión profunda de nuestro horrible y gigante legado de violencia y romper con él de una vez por todas. 

** Secretario ejecutivo de Calidh