Opinión / Ensayos · 15/03/2022

Para la oposición nicaragüense, un solo camino: recomenzar [Primera parte]

Francisco Larios | Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

<<La experiencia de lucha, sufrimiento y derrota temporal es una escuela dura para el pueblo nicaragüense, en la cual se aprende a descorrer el velo ideológico tejido por las élites, y se ve en toda su frialdad el esqueleto del poder. De esta escuela debe surgir, y surgirá ––ya surgen–– nuevos liderazgos de lucha, que no se detengan ante las maniobras matreras de las élites, y busquen sin timideces destruir el despotismo. >>

Para la oposición nicaragüense, es el momento de apretar el botón de recomenzar, como el que se usa para apagar y encender computadoras y teléfonos. Hacer, como dicen hoy en día, un “reseteo”.  ¿Por qué? Dos razones. 

Una es que desde el punto de vista mundial no es razonable esperar que la crisis de Nicaragua, tan trágica como es y tan sentida por nosotros, subordine en cuanto a recursos y estrategias, a la crisis de Ucrania, causada por la invasión imperialista rusa y los actos de genocidio contra el pueblo ucraniano.  La prioridad fundamental de los gobiernos democráticos debe ser, y es, armar al pueblo ucraniano y mitigar el peligro que corren cientos de millones de personas cuyas vidas podrían extinguir las ondas expansivas y la radiación letal. 

Los estadistas más poderosos del planeta actúan bajo la sombra de una lección duramente aprendida: no puede permitirse a un tirano armado hasta los dientes avanzar aplastando estados democráticos hacia el corazón de la Europa civilizada. Sería irracional, y hasta éticamente censurable, que su política exterior colocara nuestra (justa) causa por encima del objetivo de contener al imperialismo ruso. 

Este objetivo es de una enorme complejidad, porque incluye el doble reto de evitar que el tirano del Kremlin desate un conflicto nuclear y el de proteger a las economías de Europa y Estados Unidos de la escalada de precios del petróleo.  

Pero además de ser innegable la necesidad de proteger al mundo entero de un desenlace apocalíptico, los gobiernos enfrentados a Putin se deben, no solo a ese interés, que es compartido con el resto de la humanidad, sino –– ¡qué difícil parece ser entenderlo fuera del contexto democrático! –– a la voluntad política de sus electores, que sufren económicamente a la vez que enfrentan, día tras día, el golpe a la conciencia que significa ver en las pantallas de televisión y las redes sociales un holocausto, transmitido en vivo, imposible de ignorar.  

¿Cuándo y cómo acabará este drama? Imposible predecir.

La segunda razón es que los políticos nicaragüenses que abrazaron el plan de “aterrizaje suave” bajo diferentes nombres, tales como diálogo nacional, elecciones bajo Ortega, negociación, vía electoral, lucha cívica, etc., y que abandonaron oficialmente el grito de la población [“¡qué se vayan!”], y eliminaron de su léxico, tan pronto como en el segundo día del primer “diálogo nacional” la palabra “derrocamiento”, han sido derrotados por Ortega. Digo, y explico adelante, que esta victoria de la tiranía no es final, aunque si debe serlo la ilusión, plantada por intereses ajenos al pueblo, de que es posible transitar hacia la democracia sin sacar al orteguismo por la fuerza del poder que usurpa. 

Al abrazar el camino del aterrizaje suave, los políticos opositores, a quienes los poderes fácticos lograron introducir al escenario internacional como auténticos representantes del movimiento democrático nicaragüense, fueron incapaces de encauzar la inmensa energía que el pueblo volcó sobre las calles, el enorme coraje y disposición al sacrificio que exhibió. 

La explosión social de Abril de 2018–– y esto es lo que nuestra conciencia de la historia necesita atesorar –– fue como lava brotando a borbotones de un volcán, como ríos de lava saliendo de la profundidad de lo posible.  Los políticos de “la vía cívica” [otro de los términos que la manipulación del poder corrompe en Nicaragua] hicieron el milagro perverso de enfriar la lava, de ponerle cortafuegos por doquier. Mientras en las calles caían combatientes armados apenas con hondas y cartelones, con morteros más propios de despliegue pirotécnico que de combate urbano, los políticos de esta oposición, con honrosas excepciones, flotaban como una espuma fría sobre el café, buscando construir arreglo de cúpulas que los llevara de un lado al otro de la crisis a reemplazar a Ortega. Esperando ese milagro imposible, consumaron, por decirlo así, el anti-milagro. Terminaron destruyendo un movimiento de potencia insólita, y han terminado, algunos de ellos, pagando un alto costo. 

La oligarquía de Pellas Chamorro, Ortiz Mayorga, Zamora Llanes y compañía, contempló la masacre con una pasividad cómplice ––creían proteger sus intereses del “caos”–– y ha hecho poco por impedir que sus operadores políticos, empleados y aliados caigan en manos del terror judicial sandinista-estalinista, que reparte condenas absurdas por crímenes kafkianos, con una ligereza que el despotismo demencial de los carniceros de El Carmen parece saborear.

¿Y cómo puede explicarse que los políticos de la “vía electoral” abandonen sin ruborizarse el más que aparente mandato ciudadano? ¿Por qué fue para ellos tan fácil abandonar la exigencia del pueblo en las calles que exigía, no elecciones, sino el fin de la dictadura? Esta separación entre políticos y pueblo es parte de la cultura del poder en la sociedad nicaragüense. Estos son los hábitos que ellos practican, porque pueden, porque la estructura de poder social y económico lo hace posible hoy como lo ha hecho posible durante doscientos años. 

Irónicamente, la des-representación ciudadana, un fenómeno de tinte feudal, ha empeorado en las décadas posteriores a la (ahora sabemos) mal llamada Revolución Popular Sandinista.  El FSLN en el poder, estalinista de origen, asimilado ahora al sistema oligárquico, ha conducido, junto al resto de las élites, un sistemático desmantelamiento de estructuras de movilización popular durante los últimos cuarenta años. Este esfuerzo de anti-educación política contribuyó a que el anti-milagro de domesticar un volcán fuera posible. 

La experiencia de lucha, sufrimiento y derrota temporal es una escuela dura para el pueblo nicaragüense, en la cual se aprende a descorrer el velo ideológico tejido por las élites, y se ve en toda su frialdad el esqueleto del poder. De esta escuela debe surgir, y surgirá ––ya surgen–– nuevos liderazgos de lucha, que no se detengan ante las maniobras matreras de las élites, y busquen sin timideces destruir el despotismo.  Para esto lo fundamental es entender su misión como agentes del pueblo, no operadores políticos de salón, no diplomáticos con más tacto para la sensibilidad de los poderosos que para las necesidades de los trabajadores.  Necesitan, los nuevos liderazgos, no practicar la política como lo hicieron, en esta crisis, los políticos de la “vía electoral”, quienes, al tratar de flotar sobre la turbulencia hacia una cuota de control en el Estado, perdieron la única verdadera fuente de poder que pudo haber bendecido con frutos su ambición: el apoyo popular.  

Creyendo adelantarse al pueblo, se desprendieron de él. Creyendo ser más fuertes al desmontar un movimiento popular masivo y apoyarse en padrinos de la élite económica criolla, y de las clases políticas en los países poderosos, se debilitaron hasta quedar en lo que hoy en día son: cuerpos políticos anémicos, exangües, solos, derrotados.  Cayeron, ellos mismos, víctimas de la barbarie con la que quisieron pactar.

Siendo esta la situación, se hace indispensable apretar el botón de recomenzar, el que hace regresar la máquina a su funcionamiento esencial, a su lógica funcional, a desechar aquello que la ralentiza, que la hace colapsar. Tenemos en este momento la oportunidad de borrar programas inútiles que, al atrasar la lucha contra la dictadura, son dañinos en grado trágico. Son vidas humanas, cientos de miles de vidas humanas trastocadas, cientos [o miles, de esto nadie puede estar seguro, y depende además de cuántos años se incorporen a la cuenta] de muertos, heridos y lisiados, física y mentalmente. 

Recomenzar es una forma de volver a la raíz, de descartar impurezas y distorsiones causadas por los virus que –– independientemente del origen –– enferman el sistema o, si se quiere, el “organismo” de la lucha.  No es trabajo que tengamos que hacer a ciegas, adivinando: si hablamos de volver a la raíz y de limpiar impurezas, tenemos la ventaja de que las impurezas ya son un pus visible. Tenemos también el auxilio de nuestra historia, que es nuestra experiencia, que es nuestra raíz. 

Pero el diagnóstico tiene que ser honesto y el trabajo precisa realizarse con la mayor integridad. Repito: son vidas humanas, cientos de miles de vidas humanas trastocadas, cientos o miles de muertos, heridos y lisiados, física y mentalmente.  No debe quedar espacio oculto al ojo benigno de la crítica razonada. El inventario no debe hacerse con guantes de seda. El inventario en el que todos necesitamos involucrarnos, y no solo un ciudadano que luego sea tachado de excesivamente crítico, o divisionista, debe hacerse sin esconder nada, sin tapar ningún error, ni buscar excusas.  Y, una vez más, la historia, nuestra historia, más la historia de la humanidad, debe servirnos de lámpara en las minas oscuras del fracaso. En ellas, así es la vida, se esconde la gema del triunfo. 

Nuestra historia indica, por ejemplo, que es trágico esperar que los problemas y conflictos de los nicaragüenses los resuelvan poderes foráneos. Este fue, precisamente, el camino tomado por los políticos que Ortega ha derrotado. Ha sido el camino de los operadores de la Alianza Cívica, de la Coalición Nacional, de la UNAB. Y ha sido –– aquí la autocrítica ciudadana que intento –– con la aceptación de al menos buena parte de la población, al menos en la fase crucial y fatídica que inicia con la maniobra orteguista llamada “Diálogo Nacional”.  

Dicha maniobra fue parte de una estrategia exitosa para la dictadura, que produjo un rastro de terror, sangre y exilio, e introdujo en el discurso opositor un giro ciertamente bizarro: es insólito en la historia de las luchas por la libertad del mundo entero y a través de los siglos [al menos yo no conozco otro caso] que se digan cosas como “eso no lo aprobaría la comunidad internacional”, o “no es eso lo que quieren los gringos”.  

También es chocante, por inaudito, escuchar declaraciones como esta, que hizo en una presentación pública, en Estados Unidos, a una audiencia internacional, un político muy conocido: “ya los nicaragüenses no podemos hacer nada contra Ortega, ahora le toca a la comunidad internacional”.  

Este lenguaje es evidencia humillante de descomposición ética. Son palabras contrarias a nuestra raíz, a nuestra historia, al talante orgulloso y desafiante del pueblo en lucha. Son palabras vergonzosas, y palabras que otros, empezando por Ortega, entenderán claramente como gestos de capitulación, ya que expresan una actitud sumisa, acomodaticia, cobarde, brutalmente en conflicto y contraste con la hidalguía de los luchadores que en el 2018 dieron la cara por el país y pusieron su pecho frente a la macabra maquinaria del orteguismo, del gran capital, y de sus cómplices en muchos ámbitos de la sociedad.  

Son las palabras de quienes dicen luchar contra la dictadura contando votos en la OEA, esperando la próxima reunión de su Comité Permanente o de su Asamblea General, esperando, contra toda probabilidad, que se produzca un milagro y la OEA “resuelva” a su favor la crisis de Nicaragua.  

Son las palabras de quienes pueden escribir volúmenes y hablar horas explicando algo que ya sabemos, que es de comentario cómodo y sin riesgo [ni político ni financiero ni moral ni social] porque es sabiduría simple y básica, alejada de toda controversia: que Ortega es un dictador; que es un genocida; que es “ilegítimo”, o sea, que no tiene derecho alguno a ocupar el poder del Estado, el cual usurpa por el empleo de la violencia y contra la voluntad de la inmensa mayoría de los nicaragüenses; que es un criminal de lesa humanidad, o sea, ¡lo mismo que dicen de un Putin o un Hitler!; y luego niegan la única conclusión lógica derivable de su propio razonamiento, ¡lo que dirían de un Putin o un Hitler!: que, tratándose de un régimen como el que ellos describen, si es que el pueblo nicaragüense ha de ser libre necesita derrocar a la tiranía, y que el pueblo nicaragüense tiene el derecho, y la necesidad, de luchar por todos los medios.  Increíblemente, la palabra “derrocar” les produce escándalo, indignación moral, incluso repugnancia.  

Se trata, en muchos casos, de personajes del derrotismo, del desánimo que siempre está a un paso del pacto, del acomodo, y a veces hasta de la complicidad. Como el que acepta, cuando hay invasiones –– recordemos nuestra propia historia, pero también la historia del gobierno de Vichy bajo los nazis, y contrastémoslas con la tenaz resistencia del liderazgo ucraniano –– llegar a “acuerdos” para “salvar vidas”, o simplemente porque “es la única solución posible”.  Pero en verdad siempre hay un camino alternativo: no hay destino inevitable de esclavitud y tiranía. Es posible derrocar a una dictadura sangrienta. Ha ocurrido miles de veces en la historia humana.  Es imprescindible hacerlo si se quiere vivir en libertad. Los pueblos escogen, colectivamente (si es que quieren ser libres) qué precio están dispuestos a pagar.

También es cierto que conviven, enfrentadas al interior de toda nación, la fuerza del coraje y la fuerza del temor, la fuerza del sueño y la fuerza del oportunismo. Por eso, la lucha entre quienes siendo parte de una mayoría opositora optan por el derrotismo y los que optan por la lucha es con frecuencia intensa y prolongada. En Nicaragua, como en cualquier país, hemos vivido estas luchas, y a ellas me refiero en los párrafos que siguen.

El enanismo de la oposición “de la vía electoral”

¿Alguien podría imaginarse a Pedro Joaquín Chamorro Cardenal detenerse antes de tomar las armas, o de llamar a la movilización popular, porque “no es eso lo que quiere la comunidad internacional”?  ¿Alguien podría imaginarlo –– se lo hemos criticado, públicamente, a su hija, hoy víctima, ella misma, de la barbarie del régimen –– diciendo que el dictador “tiene tanto derecho como cualquier ciudadano a ser candidato”, y por tanto es legítimo aceptar elecciones que, como ya se sabe, no alcanzan siquiera el nivel de farsa?  ¿Alguien puede imaginar a Pedro Joaquín Chamorro diciendo que es imposible derrocar a la dictadura, y, por tanto, hay que entenderse con ella, “dialogar” con ella? ¿Alguien puede imaginarse a Carlos Fonseca Amador, en aquellos lejanos tiempos un hombre solo, dueño apenas de un sueño, enfrentado, no solo a una dictadura que fue también asesina, sino que apoyada por los Estados Unidos, decir: “ya los nicaragüenses hicimos lo que podíamos, ahora le toca a la comunidad internacional”? ¿Alguien puede imaginarse a Rigoberto López Pérez, a los numerosos combatientes del FSLN que cayeron en la lucha, a los soldados rebeldes del Ejército de Nicaragua, como Báez Bone, obsesionarse con los votos de la OEA? ¿Alguien puede imaginarse a Sandino, nicaragüense como todos nosotros, como todos los nicaragüenses de su tiempo, hijo también de nuestra cultura, de todas sus virtudes y defectos, aceptando un puesto bajo la ocupación estadounidense, porque “es lo que quieren los gringos”? 

Que nadie se llame a engaño, ni manipule la intención de este escrito: lo que está en juicio no es la ideología de los personajes que menciono, ni la preferencia ideológica o política de quien esto escribe, o del lector. Tampoco constituye este un intento de juicio global de los actos de nuestras figuras históricas, tarea que merece un rigor historiográfico que rebasa los límites de este ensayo, y que ha escaseado crónicamente en nuestra Academia. Hablo, podría decirse, no del mueble, sino de la madera; me refiero a su solidez, a su cohesión molecular. Hablo de que hay, en Chamorro, Fonseca, Sandino, Báez Bone, y en los demás, coherencia aparente entre palabra y acción, y una integridad que se alza gigante por encima de lo que habría que llamarse el enanismo de las actuales generaciones de políticos “de la vía cívica”, la evidente falta de claridad moral de estos, y su escasa visión del campo de batalla, más allá de lo inmediato, de la intriga mezquina, de la maniobra para procurar favores entre los poderosos. No son, estos políticos, hacedores de historia, y en muchos casos [pervirtiendo un poco las palabras de Cela] ni siquiera la padecen, sino que la hacen a otros padecer. 

En cambio, sus antecesores son figuras heroicas. Fueron, en su tiempo y para la posteridad, auténticos héroes, y no porque en un arrebato circunstancial dispararan un arma o mataran a un enemigo. Muchas veces el instinto de sobrevivir, y lo que hoy se ha popularizado como “resiliencia”, se confunde con algo mucho más profundo y mucho más constante, el sentido verdadero del heroísmo: el de expresar la integridad que lleva a un ser humano honesto, en el silencio de su conciencia, a aceptar las conclusiones y los corolarios intelectuales y éticos de su pensar. Los héroes hacer valer, en sus propias vidas, y con sus propias vidas, las ideas a las cuales arriban con una libertad que acepta el dolor.  Son héroes, aunque no sean santos impolutos, de los que solo la imaginación popular crea a partir de las grandes virtudes de gente que, como todos los seres humanos, está también llena de defectos.

[La segunda parte de este ensayo será publicada próximamente: “Cómo completar el “reseteo”: hacia una organización popular de lucha, que desarrolle instrumentos de poder popular”.  Ideas para la reactivación de la resistencia, el fortalecimiento de un movimiento popular autónomo, profundamente democrático, combativo, que avance hacia el derrocamiento de la dictadura, y hacia el protagonismo del pueblo antes, durante, y ––especialmente–– después del fin de la dictadura Ortega-Murillo.]