Opinión / Ensayos · 15/06/2021

Reflexiones sobre las virtudes necesarias en la res publica [a la muerte de un expresidente]

*Por Francisco Larios

Ha muerto don Enrique Bolaños, expresidente de Nicaragua. Yo no fui de su partido, ni soy. Sé que esto no es mucho decir, porque no milito en ningún partido.  Pero me sirve para explicar que a don Enrique no me une un lazo de esos que llaman «ideología»; que no puedo decir que él era, como dicen en el barroco nica, mi “correligionario”, o más bien que yo, siendo él de la generación de mi padre, fuera el suyo.

He aprendido que esto de no ser “correligionario”, o de “no pensar igual” es tan natural como la diversidad que disfrutamos y celebramos en la naturaleza.  Mi padre no “pensaba como yo”. Muchos de mis amigos “no piensan como yo”, e incluso muchos de mis familiares “no piensan como yo”.  ¿Por qué habría de sorprenderme? Cada uno tiene su vida, su tiempo, su experiencia, sus accidentes, su capacidad, sus tentaciones, sus ángeles y sus demonios.

Don Enrique tuvo su vida, y yo la mía; él tuvo su tiempo, y yo el mío. Las ideas que guiaron sus actos, como mis ideas, no son ajenas al tiempo, ni a la familia en que crecemos, ni a las decisiones que, siempre con información incompleta y rodeados de incertidumbre, y desde la fragilidad humana, uno va tomando a través de la vida. Estas decisiones a veces lo llevan a uno a planicies libres y sin muros. A veces, a callejones sin salida o a valles oscuros.  Mucho cuenta la intención, que trata de enderezar los pasos torcidos que uno da, o los refuerza.

Los budistas reconocen en la intención la diferencia—dijo uno de sus maestros—entre estar de un lado u otro del umbral de una puerta abierta.  Yo, a estas alturas de mi vida, en pleno uso de mi capacidad para reconocer lo débil que soy y somos, doy cada vez más valor a esta enseñanza.

Y en esto creo que la evidencia sugiere que don Enrique, en la puerta que separa la decencia de la malevolencia, quiso estar del lado del que yo quisiera estar siempre, de la decencia.  La intención, digo, porque tampoco quiere decir que todas nuestras acciones sean químicamente impolutas mientras tratamos de lidiar con los obstáculos que debemos superar para sobrevivir, especialmente si el cálculo que debe hacerse es el que involucra maniobrar entre las miles de voluntades que intervienen en la política.

Por eso, aunque no diga, porque no tiene sentido decirlo, que fue un presidente «perfecto» (ni siquiera voy, para no enturbiar mi reflexión, a decir que fue un presidente “bueno”); aunque no diga, porque no tiene sentido, decir que «todo lo hizo bien», me atrevo a decir que el Sr. Bolaños fue un hombre aparentemente fiel a sus creencias y principios. 

Eso, si es que estoy en lo correcto, es valioso, porque constituye el núcleo de esa gema escasa que llamamos “integridad”. No importa que sus principios fueran formados en un mundo y un tiempo que no es el mío. Importa que su intención fuera, en medio de los retos, y bajo fuego enemigo y “amigo”, la de hacer lo que dentro de los parámetros de su pensamiento y la comodidad de su conciencia considerara correcto, de lo que él creyera que representaba el bien.  Esto para mí es oro.  Y es para mí una enseñanza: no tengo que “estar de acuerdo con él”, o con nadie, para darle mi respeto, si sé que su intención es estar del lado del bien.

En la práctica, el resultado neto es que –téngase la opinión que se tenga acerca de los éxitos y fracasos de su gestión política—creo acerca de don Enrique Bolaños lo que no creo acerca de prácticamente ningún otro gobernante de mi país, al menos entre los que he logrado estudiar (una lista que cubre casi 150 años): que fue honrado en el manejo de la cosa pública; que no la trató como cosa privada; que aparentemente trató de impedir que a su alrededor hubiera corrupción; que se ocupó de la política deseando que la patria no fuera apenas el coto de un dictador; que hubiera orden en la administración de los bienes comunes, ese orden que construye civilización, y es contrario al caos centralizador de todos los gobiernos que los nicaragüenses hemos padecido. 

Ese deseo de orden, tan odiado en la cultura nicaragüense, lo hizo antipático a quienes se benefician del desorden; de quienes prosperan cuando el Estado es administrado por un “generoso” que reparte los bienes públicos a conveniencia.  De esto en Nicaragua no se salva ningún gobierno. Ahí está el regalo de doña Violeta Barrios de Chamorro al cardenal Obando, un edificio del Estado de Nicaragua, donde el difunto cardenal construyó su universidad privada y la heredó a su familia adoptiva. Allí están los subsidios ilegales que el gobierno de Arnoldo Alemán entregaba a Obando, hasta que los funcionarios de la administración de Bolaños, tratando de institucionalizar el gobierno, los suspendiera. Recuerdo (y esto me lleva de regreso al tema de “fuego amigo”) que ese sencillo acto de seriedad administrativa, elemental en una sociedad civilizada, consiguió que el veleidoso Obando declarara a don Enrique “enemigo de la Iglesia”, y que hiciera a algunos curas movilizar a sus feligreses en manifestación pública contra él. Recuerdo cómo Obando—que cuando se trataba de escoger entre finanzas y santidad obviamente ya había modernizado su catecismo—dijo en público en aquella ocasión que “la iglesia entierra a sus enemigos”, a lo cual don Enrique, devoto católico, contestó: “y a sus amigos también”.

Orden, seriedad, buena intención, integridad.  Virtudes acompañadas, inevitablemente, por múltiples defectos. Virtudes, sin embargo, que en el desierto moral (¿o es un pantano?) que es la política nicaragüense, casi nadie ha exhibido con la “terquedad” que algunos de sus compatriotas ven en don Enrique Bolaños. Porque el nuestro es un mundo al revés, una sociedad enferma de antivalores, donde el recto es pendejo y el honesto tiene que ser un mentiroso, porque a estas alturas nadie puede creer que exista la honestidad.

Orden, seriedad, buena intención, integridad. Cómo quisiera yo que estas fueran las virtudes dominantes de los que se involucran en la política. Cómo quisiera yo que no solo este hombre, de otra generación y de otro tiempo, de otra “ideología”, con quien dije desde el inicio de este artículo no ser “correligionario” exhibiera esas cualidades. ¡Cómo quisiera yo que todos aquellos con quienes yo pueda ser “correligionario” las tuvieran!  Porque se puede tener los planes más inteligentes y la habilidad más refinada para ponerlos en práctica, pero sin orden, seriedad, buena intención e integridad estamos perdidos. ¿No es evidente a estas alturas?

Por eso, ojalá, con el correr del tiempo, y aunque inevitablemente tengamos una visión de la sociedad diferente a la de don Enrique—y múltiples diferencias entre nosotros—logremos rescatar las virtudes que, me parece, tuvo este hombre en vida, al lado de cualquier defecto o falla que haya tenido.  Ah, y gracias, don Enrique, por la Biblioteca Virtual.  Ojalá no quede este hermoso proyecto en el abandono. Que la buena intención lo acompañe eternamente. Descanse en paz.

*El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.