Opinión / Ensayos · 21/06/2021

¿Renacer?

*Por Francisco Larios

La ley Renacer aumenta la autoridad legal, amplía la responsabilidad del Ejecutivo ante el Congreso, y aumenta la presión política dentro del establishment político, para que el gobierno de Estados Unidos someta a Daniel Ortega a ciertos límites.  A través de instrumentos como este, la clase política estadounidense hace explícita su voluntad de impedir que Ortega actúe limitado únicamente por su capricho y sus ambiciones personales y familiares. El mensaje para Ortega es: “no sos tan poderoso como creés ser, ni tenés de nosotros la licencia que tenías (o creías tener) para hacer dentro de la política nicaragüense lo que querás, sin rendir cuentas; el trato que tuvimos antes (o que creíste tener, o que estiraste hasta alcanzar una tensión insostenible) queda cancelado”. “Tenés que arreglarte con nosotros (y con quienes nosotros favorecemos)” pareciera decirle, sacudiendo el índice, el Tío Sam al matrimonio genocida.

Esto es lo que, más allá de la satisfacción emocional que podemos derivar del “regaño” de la potencia hegemónica en nuestro hemisferio a un liliputiense criminal, ha cambiado en estos tres años; es un cambio positivo, aunque haya ocurrido con la lentitud de una babosa que deja un rastro de sangre: Ortega ha pasado, de tener un valor neto positivo para los políticos estadounidenses, a uno negativo. El cambio de postura podría haber sido más rápido (debería, si las consideraciones éticas pesaran lo que deben) si no proviniese del cálculo frío de burocracias amorales, y del cálculo cruel y cínico de quienes en Nicaragua gozan de la “confianza” de aquellas burocracias: los grupos poderosos, nominalmente pro-libre empresa, retóricamente pro-Estados Unidos (no podría ser de otra manera la deferencia a sus protectores de última instancia) del gran capital.

Un bumerang llamado karma

¿Quiere decir esto que el bumerang llamado karma se ha vuelto contra la Murillo, y ahora son los Estados Unidos los que “van con todo”?  No necesariamente.  Mientras no ocurra en Nicaragua un hecho dramático, como fue, en la época de Somoza, la presentación en todas las cadenas nacionales de la televisión estadounidense del asesinato del periodista Stewart a manos de un soldado, la burocracia estatal, la diplomacia de ese país, los políticos que toman las decisiones, tendrán un margen de maniobra dentro del cual pueden incorporar soluciones que eviten el riesgo de un posible (o probable) colapso del Estado nicaragüense, que tanto temen ellos y sus protegidos del gran capital. 

Todas esas “soluciones” atienden fundamentalmente las prioridades de un Estado extranjero, que, aunque pueda dar algún peso a los derechos humanos, en contraste inequívoco con, por ejemplo, el Estado chino, el ruso o el cubano, no deja de ser gobernado fundamentalmente por el interés propio. Todas esas “soluciones” dan mayor importancia a sus miedos que a nuestras esperanzas.  Dan mayor importancia al poder que a la libertad.

Vértigo (el poder o la muerte)

Por supuesto, la intransigencia de Ortega y Murillo, que es enteramente predecible, pero que parece haber sido –extrañamente, sorprendentemente—subestimada por los políticos de Estados Unidos y sus ahijados en la oposición doméstica, hace cada vez más difícil para los temerosos, para los cautos dentro del establishment estadounidense, evitar la colisión final con Ortega. 

Que Ortega actúe con intransigencia no es sorpresa, ni es extraño, para quienes hemos creído que Ortega no solo es renuente a dejar el poder, sino que es incapaz de hacerlo, por razones racionales: para él, y para su claque, la lógica de su accionar es, como ha resaltado el analista Oscar René Vargas, muy simple: el poder o la muerte.

De tal manera que la secuencia vertiginosa de eventos, las idas y vueltas, las subidas y bajadas de la crisis, alargan o estiran tiempos, crean más o menos víctimas, confunden y marean, afectan de múltiples maneras las conciencias individuales y la conciencia colectiva, pero no cambian el resultado final del drama, que pasa por esto: el nudo gordiano de la crisis es que Ortega no puede ceder una onza de poder, porque sería su fin.  

Corolario

Si va a haber estabilidad en Nicaragua, ya no digamos, por supuesto, libertad y democracia, tendrá primero que derrocarse a Ortega. Ortega tendrá que salir por la fuerza, por una fuerza que lo quiebre, que es la única forma de alterar la postura de lo inflexible.  Fuerza, dicho sea de paso, no es necesariamente la fuerza de las armas en una insurrección popular violenta. 

¿Sirven de algo las resoluciones y la ley Renacer?

La aprobación de la Ley Renacer, y de las resoluciones de la OEA que evidencian el avance del disgusto de los otros estados de la región con Ortega, son todos pasos que al menos no restan, suman, pero son, y esto debe quedar claro, de una timidez negligente en vista de la tragedia humana que se vive en Nicaragua, dominada por una dictadura cuya marca de sangre supera a lo peor que se ha visto en el continente, incluyendo a Videla y a Pinochet, y que tiene además unos ribetes esotéricos y fanáticos que son reminiscencias horríficas del nazismo hitleriano. 

Para los ciudadanos nicaragüenses, la verdad es terrible, aunque libere: no hay un camino hacia la liberación que no implique lucha, que no implique sufrimiento, que no implique organización, clandestinaje, resistencia activa; que no requiera actuar con suma inteligencia, para no ser carne de cañón, para que no haya pérdidas humanas innecesarias. Porque, como van “aprendiendo” en pellejo propio sus socios oligárquicos, Ortega será, con toda seguridad, cada vez más brutal a medida que su desesperación aumente. Miren cómo ha olvidado el abrazo y el cariño con que Pellas y compañía quisieron “absorberlo”.  Mal paga el diablo a quien bien le sirve.