Opinión / Ensayos · 21/04/2021

Sin lucha por control de las calles no habrá democracia

*Por Oscar René Vargas

La experiencia del 1990 confirma que el autoritarismo no va a desaparecer por la simple presencia de las cinco crisis o por su creciente aislamiento internacional. Su remoción requiere la movilización popular y la creación de un contrapoder. El movimiento social tiene que construir un poder fáctico que es la sociedad organizada.

Dado que la lucha por los derechos humanos no ha sido una concesión graciosa de un gobierno determinado, sino más bien ha sido y es la expresión de una conquista social de “los de abajo”, resulta ingenuo pensar que la democracia real se logrará prescindiendo de un contrapoder de la calle o confiando en el poder de otros a través de arreglos políticos “en frío”.

El movimiento popular debe aprender a ambicionar el poder con la misma naturalidad con la que lo hacen los poderes fácticos económicos y perseguirlo con la misma vocación para utilizarlo, al menos, en un doble propósito: de una parte, modificar la correlación de fuerzas; y de otra, ampliar la voluntad de alcanzar el poder como la estrategia de hacer política.

En otras palabras, no hay que olvidar que la lucha de abril 2018 fue y es para forjar un contrapoder que permita alcanzar el mando, para poder decidir, para influir y para transformar las estructuras de poder de la sociedad autoritaria en la que se sustenta la dictadura.

Meta esencial: una Constituyente Soberana y Democrática

Solamente se puede derrotar a la dictadura forjando un contrapoder, lo que permitiría abrir el camino para avanzar hacia una Constituyente soberana y democrática que sepulte para siempre el nefasto régimen de corrupción, impunidad, pobreza, desigualdad, desempleo y endeudamiento familiar.

Nicaragua no tiene horizonte con la permanencia de la dictadura Ortega-Murillo, si la dictadura se mantiene, los jóvenes van a vivir peor que sus padres; no podrán siquiera cobrar pensión.

Nicaragua necesita modificar el rumbo y para ello hace falta un plan estratégico, que desande lo andado y construya cambios que reestructuren el orden social, político, cultural y económico. Estos cambios tienen que acabar con los privilegios de los poderes fácticos y tienen que establecer políticas que satisfagan las amplias necesidades de la mayoría de la población, al tiempo que respeten la vida social, cultural, ambiental, y los derechos humanos.