Opinión / Ensayos · 14/10/2021

El escritor que ríe: El retrato de Edén Pastora en La Tongolele no sabía bailar (III)

* Eduardo Estrada (Gorki)

Edén Pastora, el famoso comandante cero, está retratado en forma ridícula y burlesca en Tongolele no sabía bailar, y con todo derecho un escritor puede crear o ficcionar su mundo.  Se trata una obra en la que en algunos capítulos salpica sangre en la misma imagen de su autor, y en cada idea, emergen recuerdos de su propia personalidad e historia.

Leónidas con Fidel Castro, quien le muestra un fusil de mira telescópica; con el general Omar Torrijos, los dos en calzoneta en una playa de la base militar de Boquerón; con Yaser Arafat, ambos tocados con la kufiya palestina; sentado en el suelo bajo una tienda de beduino al lado del coronel Muamar Gadafi, quien le había regalado el Rolex de oro macizo que sigue llevando en la muñeca, con la efigie del propio Gadafi en la carátula.

Recordé entonces cuando Daniel y yo en la Casa Presidencial, levantando las manos juntos gritábamos “Trabajadores en el poder, trabajadores en el poder…”, mientras una masa exultante de obreros nos vitoreaban. Unos años más tarde, lanzamos millones de afiches juntos para nuestra primera campaña presidencial, y lo acompañaría en 1990, lleno de fe y esperanza, y aun en la derrota, lo representé en la Asamblea Nacional con la esperanza de volver al poder.

Y, en una pared aparte, su famosa foto subiendo la escalerilla del avión con el fusil en alto, que destaca por el tamaño de la ampliación, y por el marco de yeso dorado, al lado de otra, del mismo tamaño, y enmarcada también en dorado, igualmente antigua, donde aparece junto al comandante en medio de un grupo de combatientes guerrilleros, que posan como un equipo de fútbol, unos de pie, otros de rodillas, en ristre los fusiles de la más variada gama.

Ahí estaban también algunos retratos del grupo de los 12, cuando llegamos a Nicaragua para desafiar a la dictadura. Y también había fotos de la junta de gobierno, y ahí estaba  yo, espigado, larguirucho y pando, con mi cabellera negra y abundante, alzando las manos en símbolo de victoria. Unos años más tarde, sería presentado por Tomás en León, en una ciudad en ruinas, que había sido liberada por las fuerzas heroicas del sandinismo.

Leónidas posa con oficiales de la CIA vestidos como para un safari, en la base militar de Palmerola, en Honduras. En otra, junto al coronel Oliver North, que había dirigido desde la Casa Blanca la Operación Irán-Contra, señalándose mutuamente mientras ríen. Y en otra, saluda con un apretón de manos a Donald Reagan en el Salón

Oval de la Casa Blanca, esta última con dedicatoria.

Ahí estaba yo, un humilde provinciano, al lado de Fidel, el de las barbas de  chivo, y unos meses más  tarde, con el gran líder Kim Il  Sung, en su palacio de granito, y también con el coronel El Kadfi, con que tuve intensas lecturas sobre el libro Verde, y también podía mirar mis fotos con el octogenario Leónidas Breznev, a cuya sombra nos amparamos para desafiar el poderío norteamericano. De hecho, ahí no estaban todas las fotos de mis interminables viajes, en los que recibía grandes cantidades de regalos y que al llegar a Nicaragua tenía que prestar un camión para llevar mis pertenencias a mi casa.

—Esas fotos son parte de mi historia, y yo le pertenezco a la historia —dice Leónidas apoyado en el sillón de alto respaldo, forrado en vinilo rojo y negro—. No tengo por qué esconderlas.

–Estas fotos en las que salgo con Daniel y los grandes líderes de izquierda, son parte ya de la historia. La verdad yo nunca fui amigo de Daniel, solo tuvimos una buena relación de trabajo, así que siento que no he perdido a un amigo.

Tongolele calla mientras se dirige a ocupar su asiento frente a él. El escritorio tiene grabada en el frontispicio, de manera bastante tosca, un águila real con las alas desplegadas.

—Fui contra, es cierto. Pero un contra a favor, para corregir el rumbo de la revolución —se ríe Leónidas, celebrando su frase ingeniosa—. Para que hubiera libertad, democracia, progreso para la pobretería, que es lo que tenemos ahora. Desgraciadamente, no me escucharon entonces.

El escritor que ríe calla. Sentado frente a su escritorio, está rodeado de grandes retratos de sus libros, Castigo Divino, El Zorro, el Pensamiento Vivo de Sandino…además de fotos con sus grandes amigos.

–Yo perdí muchos años en escribir literatura por dedicarme a la revolución, y mis obras son para el pueblo de Nicaragua. Ahí está la historia…

—Al final de cuentas no me querían en mi propio partido, ni tampoco me querían en la contra, porque he tenido siempre el defecto de pensar por mí mismo —sigue Leónidas, sentado ya en su sillón rojo y negro, las manos desplegadas sobre el escritorio, la vista al frente, como si lo estuvieran entrevistando.

–No, no puedo explicar a ciencia cierta por qué no renuncié antes, lo más importante es que ahora lucho por la democracia en Nicaragua. Mi expulsión del FSLN fue por promover la democracia.

El escritor que ríe, dice:

–El presupuesto ético había sido siempre el no tener, ése era el verdadero vínculo de seguridad, el que nos había dado cohesión a pesar del cerco implacable de Estados Unidos, pero si yo terminé con una casa de lujo en Los Robles, una hermosa oficina, y otros edificios de mis ONG, fue gracias a mi trabajo…

Mientras voy leyendo la novela, todas estas imágenes y diálogos me interrumpen y se entremezclan, y no puedo más que conmoverme ante tanto cinismo…La palabra, decía, un gran escritor no  sólo es el medio para comunicarnos, también sirve para mentir…crear la ficción que se ajuste a nuestros  intereses.

El escritor que ríe, al igual que El hombre que ríe, de Víctor Hugo, tiene una boca que se abre hasta sus orejas, unas orejas que se repliegan hasta sus ojos, una nariz informe y un rostro que no se puede contemplar sin reír. Pero aquel era noble e inocente, El escritor que ríe es un conspirador.