Opinión / Ensayos · 05/03/2021

Sucesión dinástica o gobierno títere

*Dr. Julio Icaza Gallard

Hay que dimensionar correctamente la naturaleza y alcance de la contradicción de Ortega con los EE.UU. No se trata, como algunos académicos sugieren, de un problema circunscrito a lo electoral. Creer que las dificultades de Ortega con la gran potencia se terminan ganando limpiamente unas elecciones, en condiciones democráticas más o menos aceptables, es una visión simplista e interesada. Las contradicciones están claramente definidas en la última versión del proyecto de ley Nica Act y de ellas se deduce que el objetivo es poner fin al “modelo”,  tan alabado por la cúpula del COSEP; terminar con el sistema autoritario, represivo y corrupto, incompatible con una democracia, que se ha impuesto  a lo largo de más de una década. Para rematar, los escarceos de Ortega con Rusia agregan un factor de seguridad, geoestratégico, que altera estas contradicciones de forma exponencial.

Los EE.UU. de América, nos guste o no, han sido y seguirán siendo determinantes en la historia política de Nicaragua. ¿Hace falta recordarlo? Ellos botaron a Zelaya; intervinieron militarmente y pusieron en la silla presidencial a los conservadores, con Adolfo Díaz; apoyaron a los Somoza y al final los abandonaron, contribuyendo al derrumbe de la longeva dictadura; finalmente, obligaron al sandinismo a dar elecciones libres y entregar el poder tras haberlas perdido.

Empeñados en dorar la píldora, sus aliados exageran el valor de la efectividad, la capacidad de control y mando del orteguismo, y apelan al pragmatismo imperial  por el que la superpotencia, frente a la presunta ingobernabilidad y anarquía derivada de un cambio,  optaría por el mal menor de la continuidad del régimen. Pero se trata, como todos sabemos, de una gobernabilidad falsa, basada cada vez más en el garrote y menos en la zanahoria; en la corrupción, la manipulación, la mentira y la violación sistemática de los derechos humanos; síntomas crecientes de que el sistema se ha agotado, mientras arde en el vecindario el incendio venezolano. La inestabilidad, en un hipotético reemplazo, derivaría, por el contrario, no tanto de la débil oposición democrática como del mismo Ortega, quien fuera del gobierno y desde la calle, ha sido y sería el principal factor desestabilizante.

Frente a esta encrucijada, ¿cuáles son las alternativas de Ortega? Desafortunadamente, entre los escenarios posibles, el más deseable pero menos probable es la alternativa democrática. Ortega es un ateo institucional; no cree en las formalidades republicanas, desde las elecciones libres y participativas hasta la división de poderes, y ya no digamos la sujeción de la autoridad al imperio de la ley. En su cosmovisión política las instituciones no son límites sino simples instrumentos moldeables, engañosos escenarios teatrales o tentáculos al servicio del poder, para premiar o golpear. Ateísmo institucional que lo ha llevado a destruir su partido, hoy transformado en una maquinaria de funcionarios y operadores a sueldo, que únicamente obedecen, y de jóvenes en camiseta ocupados como relleno de fondo en los estrados donde brilla la pareja presidencial. A fortiori, una salida democrática  no le garantiza la seguridad personal y familiar y el goce impune de la fortuna acumulada, en un continente y una época donde los ex presidentes enjuiciados por corrupción sobrepasan la decena.

Las metáforas usadas en la narrativa política delatan lo que, por interés inmediato o cobardía,  sus amigos y asesores no se atreven a decir con claridad. Se habla de la búsqueda de un aterrizaje suave, lo que en términos menos modernos y más charros equivale a pedirle que se baje del caballo, antes de que éste se encabrite y lo haga aterrizar desde el aire. Salvar el régimen, y las fortunas acrecidas a su amparo, exigiría renunciar a su eterna reelección y escoger alguna de las pocas alternativas que le restan: el gobierno títere o la sucesión dinástica. Riesgosa la primera, con antecedentes en nuestra historia como el de Leonardo Arguello o, el más reciente de Lenín Moreno, en Ecuador. Políticamente más costosa y menos creíble la segunda. Ambas, en fin, prolongación agónica de un poder que se quedó sin futuro y sin proyecto.

En La guerra y la paz, Tolstoi hace una crítica feroz de todas las teorías que tratan de dar una explicación al curso de la historia. Compara a los héroes y caudillos con aquellos borregos, grandes y gordos, a los que se pone el cencerro para que dirijan el rebaño, y que serán los primeros en ser sacrificados. Una serie de causas complejas concurren para que aparezca en determinada sociedad y momento histórico la figura del tirano, con su cortejo de aduladores y parásitos, sus verdugos y abogados mendaces, su coro de traidores, que alimentan el sueño de eternidad, de anulación del tiempo, que es el grave error que cometen todos los tiranos. No se trata, por lo general, de grandes genios sino de seres mediocres, astutos, inescrupulosos y cobardes, que se apoyan no tanto en sus propias fuerzas y virtudes como en los vicios y debilidades de sus oponentes y la indiferencia e ignorancia de la masa. Y así como aparecen y se encumbran, los cambios, que avanzan inexorablemente, de pronto rompen el hechizo y determinan el fin de su caída. El aterrizaje, brusco o suave, no lo sabemos, que parece inevitable. 

*Publicado originalmente en febrero de 2018.