Opinión / Ensayos · 09/02/2024

El profundo dolor del exilio

*Danny Ramírez-Ayérdiz

Aquel día de mayo de 2019 en el que tomé un avión hacia Buenos Aires desde San José, lo hice con la consciencia tranquila al haber estado del lado correcto de la historia. Ayudé como pude a las víctimas de la represión estatal, sobre todo, a las madres de los presos políticos que en aquel momento se contaban en más de mil. Días antes, una querida defensora de derechos humanos y yo escribimos un protocolo exhaustivo para garantizar la seguridad, protección y reparación de los que sabíamos ya que iban a ser liberados por la amnistía. Hasta el sol de hoy no sé si llegó a la mesa de negociaciones.

Así mi corazón partió convencido de que algo había hecho por muy poco que representara, pues sentía mucha culpa de haber decidido tener un perfil bajo porque me propuse ser de utilidad en libertad desde el conocimiento en el área de derechos humanos. Sin embargo, recordé todos los años que luché como pude por los derechos de los trabajadores de los sectores más olvidados por el régimen y los empresarios cuando estaban en “diálogo y consenso”. Una fórmula malévola en la que el COSEP, a cambio de limpiarle la cara al orteguismo con la complicidad de los sindicatos corruptos, recibía extensos beneficios de todo tipo simulando un tripartismo en el que los trabajadores de verdad no estaban representados de ninguna manera.

Yo no me fui pensando que era un exiliado. Hasta enero del año pasado, en una entrevista que me hizo La Prensa, lo repetí. Para mí el exilio me quedaba grande. Yo había venido otra vez a la Argentina becado monetariamente por el Consejo de Ciencias para estudiar un doctorado. No quise compararme jamás con los hermanos que vi en el “parque de los nicas” en San José en julio de 2018. Aquellas miradas perdidas de no saber que hacer, rostros de hambre, de desesperación huyendo de la represión. Para mí ellos eran los exiliados.

En marzo de 2022, después de una relación sentimental machacada que finalizó en una violencia apocalíptica, decidí no quedarme callado y alzar mi voz públicamente frente a las injusticias y violaciones de derechos humanos que aun comete el orteguismo contra la exhausta población nicaragüense. Así, con la solidaridad de varios hermanos latinoamericanos, fundamos Calidh aprovechando que estaba lejos.

El 15 de febrero del año pasado sentí la imposición del exilio. Esa noche lloré en el hombro del presidente de nuestra organización, un argentino muy atento y comprometido con Nicaragua y después, ese mismo día, le dije a mi equipo “aquí no ha pasado nada, seguimos y con más fuerza hasta que saquemos a la dictadura”. En el momento aquello me impactó, pero no me derribó moralmente esa ridiculez de pretender quitarme la nacionalidad, declararme prófugo del brazo judicial represor y haberme condenado en ausencia.

Por meses me autoconvencí con explicaciones jurídicas de que yo seguía siendo nicaragüense. Me negué a la petición del entonces ministro de relaciones exteriores argentino, el doctor Santiago Cafiero, de pasar por la apatridia porque para mí era una profunda ofensa. Por eso solicité refugio. Sin embargo, en el duro invierno de este país, que empieza más o menos a finales de abril, me cayó la ficha.

Las explicaciones jurídicas se fueron desvaneciéndose ante la certeza lenta de que ya no tenía nacionalidad, aunque me dieran la argentina. Yo amo Argentina, es como mi mamita y Nicaragua es mi mama -así sin tilde-. En nuestro país, ante el cobarde abandono de los hombres, es común que la abuela y la madre de los niños se hagan cargo juntas de la crianza. Entonces ese duro peso para las mujeres nicaragüenses, lo uso para explicar cómo amo a estos dos países. Uno por hacerme quien soy y el otro por acogerme desde 2014.

Caí en una severa depresión. En el pozo de la desesperación, sentí que el orteguismo, conscientemente, nos había ubicado a los 222 y a los 94 en una situación tan perversa que consiguió expulsarnos hacia lo incomprensible, a ese punto donde uno entiende, pero no comprende por más que se le da vueltas al asunto. Me llené de una amargura que me hizo dimensionar el daño que había causado en mí el régimen bicéfalo de El Carmen.

Fue entonces en ese dimensionamiento que llegué a entender qué era el exilio. Al quitarme la nacionalidad, me sentí y aún me siento en una anulación existencial y jurídica porque ni siquiera puedo ir a Nicaragua a interponer recursos judiciales, aunque sea inútil, para confrontar al régimen. Eso es anulación. A la misma vez, pasé por un hondo sentir de orfandad. La forma en que el régimen nos desnacionalizó no sólo significó la ruptura del vínculo jurídico que nos une al Estado a través de la ciudadanía, sino la destrucción de los lazos culturales, históricos, colectivos y comunitarios que nos une a nuestro pueblo.

En julio por poco decidí irme de Calidh. Ya no aguantaba más eso de la anulación y la orfandad. Eso impactó muchísimo en el trabajo de coordinación que día a día ejerzo con mucho amor para mi país. El equipo escribió el informe semestral de la situación de derechos humanos, pero la corrección y edición la hice abatido y casi por deber.  Postergué por poco más de un mes el inicio de nuestras labores, porque después de cada informe nos damos un breve descanso. En ese agosto frío cayó sobre mí la etapa más cruel. Cada día que pasaba, descubría tristemente los detalles desmoralizantes de la decisión del 15 de febrero.

Hoy día, no estoy en aquella etapa. Como escribió nuestro Darío, al que la portavoz parafresea casi todos los días para lanzar sus chorros de insultos, a veces lloro sin querer. No obstante, ese desasosiego, esa angustia no se ha ido. Ni que me otorguen diez nacionalidades se reparará este daño.

Hace unos días el estado costarricense, con mañas propias de la burocracia, me impidió entrar. Aun no tengo ninguna nacionalidad tal vez porque soy el apátrida que más lejos está de los centros políticos en los que se configura el mundo en centro y periferia. Me siento más remoto que todos. El haber roto relaciones con mi familia, enfrentar al armazón del inmenso estado argentino para obtener un documento vigente para empezar el trámite de la nacionalidad. A esto, a todo eso que escribo aquí, sentí, siento y vivo, lo llamo el profundo dolor del exilio.

** El autor es secretario ejecutivo de Calidh y cientista social