Destacados / Nacionales · 21/06/2024

Elis Gonn revela su historia de “amor” no correspondido con la dictadura Ortega-Murillo

La ciudadana rusa Elis Leonidovna Gonn reaccionó en redes sociales a la nota periodística realizada por La Mesa Redonda titulada “La dolce vita de Elis Leonidovna Gonn”, que fue publicada el pasado 17 de junio por este medio y compartida en alianza por las plataformas República 18 y Mosaico.

Gonn quien actualmente reside en Nápoles, Italia, fue conocida en Nicaragua porque en diciembre de 2018 le arrojó ácido sulfúrico al sacerdote Mario de Jesús Guevara Calero, vicario de la Catedral Metropolitana de Managua.

La de Gonn, es una más de las tantas historias que demuestran la impunidad en que han quedado, hasta la fecha, los crímenes perpetrados por simpatizantes de la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua.

La rusa confirma ahora, que fue simpatizante del FSLN, por el cual afirma hubiese “dado la vida”; que estuvo “enamorada” de la vicedictadora Rosario Murillo, pero que ese “amor” no fue correspondido, y que por ello quiso “vengarse” del régimen cometiendo un crimen contra una persona inocente.

Aunque Elis Gonn, fue condenada a 8 años de prisión en Nicaragua por el ataque contra el sacerdote Guevara, solo estuvo 8 meses detenida. La dictadura la liberó y la envió a Rusia, según asegura “sedada” y en contra de su voluntad, pues ella asevera que prefería estar presa en Nicaragua, que estar libre y lejos de la figura que idealizaba: Rosario Murillo.

Gonn hizo cuatro publicaciones en su cuenta de Facebook con extensos escritos, en los cuales reconoce sus tendencias psicópatas desde la infancia, su posición personal contra el feminismo y el aborto, sus afiliaciones políticas, sus creencias religiosas como “tradicionalista católica” y la motivación del ataque contra el sacerdote Mario Guevara: Actuó por un amor no correspondido hacia Rosario Murillo, intentando dañar la “reputación” del régimen, y esperaba que la Policía la matara después del crimen.

Porque lo hice? Porque me enamoré perdidamente de la compañera Rosario Murillo. (Sí, soy lesbiana, aunque en aquel entonces creía que era pecado.) Ahora entiendo que ese amor no tenía futuro: claramente a Rosario Murillo le gustan los hombres (tiene muchos hijos!!!) y es 50 años mayor que yo. Pero en aquel entonces Rosario Murillo era todo para mí. Ella no era interesada (claramente!), creo que ni siquiera sabía de mi amor o de mi existencia”, reza el texto.

Gonn cuenta que al entrar a Nicaragua el 7 de septiembre 2018, las autoridades migratorias le dieron un permiso de solo tres meses para permanecer en el país, tiempo en el que participó de manifestaciones sandinistas. Pero que cuando el régimen la quiso deportar del país, “yo lo sentí como una traición por parte de Rosario y decidí vengarme”.

Sabía que si yo agredía a un sacerdote iban a dar la culpa a ella y a Daniel Ortega. Por eso lo hice. Para hacer daño a ella. Era un crimen contra el gobierno. Quería dañar su reputación. Yo pensaba que la Policía me iba a matar después del crimen y yo QUERÍA que me maten porque la vida para mí no era vida sin Rosario”, afirma.

Cuando conté al sacerdote (Guevara) en confesión que ‘me quería matar porque un muchacho me dejó’, me refería en realidad a mi amor no correspondido por Rosario. Cuando salí de la cárcel tatué en mi brazo el árbol de la vida de Rosario”, añade.

Actualmente Gonn dice que “ya se le pasó el enamoramiento” por Rosario Murillo, pero que “hubiera dado 10 años de la vida para poder conversar con ella y saber lo que ella pensaba de mí”.

La mujer expresa que sabe que hizo mal al sacerdote, pero que no tiene remordimientos. “Nunca sentí piedad por el sacerdote, tal vez un poquito cuando supe que era diabético. Creo que soy psicópata. He soñado de matar y torturar personas desde cuándo tenía 5 años de edad”, concluye en el primer escrito.

“Pensé que estaba luchando por un ideal. Terminé cometiendo un crimen atroz”

En un segundo escrito, Gonn reconoce que “las mayores víctimas de la dictadura somos nosotros: los que creímos en ella…”.

Pensé que estaba luchando por un ideal. Terminé cometiendo un crimen atroz”, anotó. La mujer expresa que “cuando cometemos un crimen por pasión, nuestra pasión siempre sobrevive al crimen, dejando muy poco espacio para el arrepentimiento”.

Relata que un día estaba leyendo en Internet sobre Nicaragua y que leyó un discurso del dictador Daniel Ortega. “Vi repetidas las palabras Patria, socialismo, fe, honor, sacrificio, raza. Me bastó para decidir de qué lado estaba. Quería partir inmediatamente ‘para matar a los partisanos’. Quería llegar a tiempo ‘para perder al menos esta guerra’, ya que la Segunda Guerra Mundial se perdió antes de que yo naciera”.

Pero, a pesar del desencanto de Gonn sobre la dictadura, llama a los opositores “golpistas” y “asesinos”, a los medios independientes de “bien pagados con fondos estadounidenses”, a las iglesias de “servir como depósitos de armas, refugios para los rebeldes y prisiones para los sandinistas a los que los golpistas habían secuestrado”.

Yo era sandinista y lo seguiré siendo hasta el final”, dice Gonn.

Asimismo, confirma que en las marchas del orteguismo los empleados públicos son obligados a asistir a estas, de lo contrario son despedidos.

Una vez, una hora antes de la marcha, decidí pasar por el centro de salud local para vacunarme. Vi, sin embargo, que estaban cerrando. El personal médico se encontraba estacionado en un autobús, uno de los que normalmente prestan servicio de transporte público. Los médicos y enfermeras vestían en rojo y negro, los colores de la bandiera sandinista. Entendí que iban a la marcha sandinista. Me uní a ellos porque quería ir de todos modos. El primer shock lo recibí al ver las tres listas: para firmar cuando comenzó la marcha, para firmar cuando terminara, y la tercera, probablemente, para firmar por quienes se habían quedado escuchando frente a la tarima. Tan pronto como partió el autobús comenzó una lluvia tropical, de esas que en Nicaragua pueden durar dos semanas. La calle se había convertido en un río. Entonces los médicos y enfermeras armaron un escándalo: no podían marchar en esas condiciones; Insistieron en que los llevaran directamente a la tarima. Sólo una persona estaba dispuesta a bajarse del autobús para marchar bajo el agua y, al final, el conductor tuvo que aceptar de llevar todos a la tarima… Marcharon para no perder sus empleos. Era obligatorio”, contó.

El ataque en la catedral de Managua

En otro escrito, Gonn cuenta cómo se fue desencantando del régimen antes del ataque en la Catedral de Managua. Relata que un día mientras caminaba por Managua “cuatro hombres vestidos de rojo y negro” la rodearon y le quitaron el teléfono, “eran policías que querían revisar mi teléfono para ver si no les estaba tomando fotos”.

Los policías vestidos de civil que me habían quitado el teléfono inmediatamente aclararon el error y me lo devolvieron después de cinco minutos. Pero a estas alturas ya estaba llorando a mares. No me importaba el teléfono; era el hecho de que aquellos a quienes consideraba camaradas acababan de atacarme”, escribió.

En otra ocasión se unió a una marcha sandinista para arrojarle flores a la tumba de Carlos Fonseca, pero la Policía la detuvo. “Revisaron mi bolso y mi pasaporte, me hicieron decenas de preguntas: ¿Qué hace en Nicaragua? ¿Qué vino a hacer aquí? Sólo la intervención de mis amigos hizo que me dejaran pasar”.

Sus amigos le habrían recomendado ir a Costa Rica por un par de horas para poder renovar su permiso de estadía en Nicaragua. “Sabía que si cruzaba la frontera no me dejarían entrar otra vez… Una policía que vivía cerca de mi casa y que también decía que quería ayudarme, me seguía a cada paso: ni siquiera quería dejarme en paz para ir a la peluquería. Me vigilaban; pero nunca supe de qué ni quién me consideraba culpable”.

Añade que envió una carta a “las más altas autoridades. Les rogué para que me permitieran quedarme en Nicaragua; de lo contrario, pedí que me mataran así por lo menos mi cuerpo hubiera quedado en Nicaragua”.

Mi carta quedó sin respuesta”, zanjó.

Entonces llegó aquel 5 de diciembre, aparentemente resignada a viajar a Costa Rica, pero “no podía irse tranquilamente”.

Quería que quienes me mataron adentro supieran que me mataron. Quería obligarlos a matarme con sus propias manos. Y por eso le dije a varias personas que quería suicidarme: quería que a la policía le resultara más fácil hacer pasar mi muerte como un suicidio…”.

Gonn subraya que “amaba más mi ideal que a mi hija”, de quien se separó al ser apresada por la Policía, la niña fue enviada a Rusia donde su abuela materna, quien actualmente la cuida.

La mujer reconoce: “La cuidé, no dejé que le faltara nada; sin embargo, le faltaba lo más importante, aquello a lo que cada niño tiene derecho: el amor de una madre. Muchos me habían dicho que el amor de mi hija debería ser suficiente para que yo fuera feliz; no fue suficiente para mí. Me dijeron que tenía que vivir para ella; yo, en cambio, vivía para mi ideal, ese ideal que ahora se me escapaba de las manos”.

Asegura que eligió a “a la víctima”, bajo el argumento que “los sacerdotes a menudo convertían las iglesias en depósitos de municiones y refugios para fugitivos”.

Al principio pensé en realizar el ataque durante la misa; pero cambié de parecer. Por absurdo que pareciera tal escrúpulo, no podía permitir que el ácido cayera sobre una Hostia consagrada… Luego, para cometer el crimen durante una confesión, tenía buenas razones: me permitía explicar a la víctima por qué lo hacía. La confesión no fue un pretexto para el ataque: mi acto FUE una confesión. Quería confesar mi odio, que me había carcomido como ácido; quería, sobre todo, confesar mi amor desfigurado…”, dice.

La mujer se “confesó” con el sacerdote Guevara y le manifestó que “quería suicidarme porque amaba a un muchacho más que a mi vida, pero el muchacho había sospechado erróneamente que yo lo traicionaba y me dejó… El ‘muchacho’ era, por supuesto, una metáfora del gobierno sandinista. Quería hacerle entender: me rechazaste, a mí que te fui fiel, te fui verdaderamente fiel…”.

El sacerdote no estaba particularmente interesado en mi confesión. Hay muchas chicas dejadas por sus novios. Me aconsejó buscar a otra persona, alguien ‘que tenga un buen trabajo’. Entonces le pregunté: ‘Padre, ¿es pecado interesarse por la política?’. Quería asegurarme de que estuviera del lado de la oposición. Me dijo que no era pecado, pero que tenía que tener cuidado, porque me podían arrestar. Supuso que ‘interesarse en la política’ significaba unirse a las protestas. Pregunté nuevamente: ‘¿Por qué la iglesia ayuda a los blanquiazules?’ Así se llamaban los golpistas. El sacerdote respondió cautelosamente: ‘Les ayudamos a no tener odio en el corazón’. Estaba claro que, a diferencia de muchos otros, no era un fanático. Era un moderado; puede ser que fuera un buen sacerdote. Tuve un momento de duda mientras me daba la absolución. Pero ya estaba demasiado decidida a cometer el crimen”, relató.

Le quería arrojar ácido a la cara en el banco donde me había confesado, pero él se había levantado demasiado rápido y se alejaba por el pasillo. Luego yo también me levanté y le arrojé el líquido sobre los hombros. El sacerdote empezó a gritar atrozmente. La gente alrededor gritaba y corría; alguien le estaba quitando la ropa. Me había quitado los zapatos empapados de ácido. Luego pedí a varias personas que llamaran a la policía, pero nadie me hizo caso; Entonces comencé a correr. Quería comunicarme con la policía que estaba apostada frente al portón de la Catedral. De hecho, temía que la multitud me linchara antes de que pudiera decirle a la policía por qué lo había hecho. Si no hubiera tenido la oportunidad de explicarlo, mi acción habría sido inútil…”.

Sólo cuando me vieron correr la gente se dio cuenta de que fui yo quien llevó a cabo el ataque, y varias personas corrieron detrás de mí. Un hombre fuerte me alcanzó en el patio y me inmovilizó. Cuando me llevaron de regreso a la Catedral, les pedí que llamaran a la policía. Alguien me interrumpió, ‘aquí no hay policía, aquí estamos nosotros’. Me amenazaron con tirarme el resto del ácido si no les decía quién me envió. Repetí la historia del novio que me dejó… Dije que quería que me mataran, pero no ellos: quería que me matara la policía. Alguien dijo: ‘Si querías que te matara la policía, deberías haber matado a un policía y no a un padre’. Finalmente, otro sacerdote me salvó de la multitud y me condujo a una pequeña habitación. Allí una monja me trató el pie”, continuó.

Mi crimen había sido un ‘logro’. La oposición quería, a toda costa, hacer creer a la gente que el gobierno me pagaba… Pero a estas alturas ya habría hecho todo lo posible para garantizar que no fueran acusados. Me arrepentí inmediatamente después de realizar el ataque. Era como si todo mi enojo contra los sandinistas hubiera salido afuera y sólo quedara el inmenso amor que sentía por ellos”, aseveró.

Mientras que por el sacerdote, Gonn subraya que no pensó en él como “una persona humana capaz de sentir dolor antes de atacarlo, y pensé en él muy poco después”.

La explicación es simple y brutal: consideraba enemigo a cualquiera que apoyara el golpe de estado de 19 abril. Y un enemigo no puede ser objeto de compasión. Es más: ni siquiera es objeto de odio. En un campo de batalla, nadie siente odio personal por el enemigo al que ataca. Odiamos la bandera enemiga; el hombre que tienes delante ya no es un hombre, sino un representante de esa bandera. Nicaragua estaba en guerra civil: esto significa que todo el país se había convertido en un campo de batalla…”, expone.

Gonn señala que “quizás la versión más verdadera que escribieron sobre mi crimen fue que estaba poseída por el diablo. En este caso era el diablo de la política: un diablo que poseía entera Nicaragua”.

Su liberación y deportación

La mujer rusa cuenta en un último texto que, tras ser detenida, fue llevada a el Chipote, “esa prisión política a la que me llevaron, ciertamente no era un lugar de vacaciones. Su aspecto más siniestro era la increíble suciedad de los oscuros pasillos”.

Éramos ocho en una celda para cuatro personas: cuatro teníamos que dormir en el suelo. No teníamos sábanas. Sin embargo, no sentí ninguna molestia. Me encontraba en un extraño estado de ánimo: no me importaba en absoluto mi presente y mi futuro. Estaba dispuesta a aceptar cualquier sentencia: cuando, para asustarme, me amenazaron con condenarme a treinta años de prisión, sólo dije: ‘si esto ayuda a suavizar el escándalo causado por mi acción, aceptaré’. No tenía ninguna intención de defenderme”, reconoce.

“Para mí el Chipote fue, ante todo, ‘una institución de mi gobierno’. El amor que sentía por el gobierno había llegado al colmo de la locura. Me encantaba la policía. Me encantaban los uniformes que llevaban”, aseguró.

Agrega que ya en la cárcel de mujeres “no pude evitar notar que la policía hacía una diferencia entre ellas (presas políticas) y yo. Generalmente sólo vemos la injusticia cuando la sufrimos. Siempre he sido honesta conmigo misma; No pude evitar reconocer la injusticia incluso cuando fui favorecida por ella…”.

El cónsul ruso había venido varias veces pidiéndome que diera mi consentimiento para que mi madre se hiciera cargo de la custodia de la pequeña, pero siempre me negué… Mi pequeña era mi único tesoro. Quería confiarla a quienes más amaba, a quienes consideraba más dignos de ella. No podría ofrecerle un mejor regalo a mi gobierno…”, señala.

Sólo tenía una preocupación por mi hija: que el cónsul se la llevara de Nicaragua. Esto, de hecho, sucedió cuando fui condenada; ya no necesitaban mi consentimiento. No querían decírmelo, pero yo sentía que ella ya estaba muy lejos…”, escribe.

Luego, en julio fue trasladada al hospital psiquiátrico, debido al “bipolarismo” y a que intentó suicidarse tomando repelente para mosquitos.

Una vez, en un momento de fuerte depresión, bebí repelente para mosquitos… No conozco el veredicto final del médico. Ciertamente, de las pruebas a las que me sometieron resultó que mi enfermedad fue subestimada en el momento del juicio. Entonces, de los 8 años a los que me condenaron, sólo cumplí 8 meses de prisión. 8 meses no es mucho. Sin embargo, es mucho…”, señala.

En el hospital psiquiátrico, inicialmente me ingresaron en la sala de casos graves. Esquizofrénicos, epilépticos, bipolares como yo”, añade.

Su libertad se la informó el cónsul de Rusia. “Un día vino el cónsul a decirme que estaba libre, pero que tenía que regresar a Rusia al día siguiente. Lloré. Supe que, entonces, todo realmente había terminado… Protestar, rebelarse, ahora era inútil. ¿Podría yo, tal vez, hacer un gesto más desesperado del que ya había hecho? El cónsul no entendió mis lágrimas. Me dijo que no me preocupara: no me iban a trasladar a una prisión rusa. Me estaban liberando. En Rusia podía hacer lo que quisiera. Volvería a ver a mi hija… El cónsul o podía entender que el amor no razona. Que prefería estar presa en Nicaragua que libre en cualquier otro lugar”.

Me subieron al avión después de sedarme fuertemente. Les había pedido que me dieran, como regalo de despedida, un pañuelo rojo-negro, de esos que usábamos en las caminatas… A veces, cuando siento que he soñado esta historia, lo tomo en mi mano. Es lo único que me queda. Esto y una cicatriz de ácido en mi pie…”, concluye Gonn.