Destacados / Opinión / Ensayos · 23/07/2024

¿Quién es Rosario Murillo?

*Roberto Carlos Pérez

Ataviada de joyas color turquesa, la vicedictadora de Nicaragua tiene el aspecto de una mujer inofensiva. Sin embargo, desde que hizo correr la sangre en abril de 2018 y convirtió el terror en el sentimiento dominante en Nicaragua, las joyas nos hablan de los más recónditos pensamientos de Rosario Murillo.

Ignoramos cómo salir del laberinto en que nos ha encerrado y cómo contrarrestar su odio, que ha convertido a Nicaragua en un campo de exterminio. No hay que olvidarlo: las dictaduras erigen dioses y Rosario Murillo es una deidad para sus fieles seguidores. Quienes la adoran con fervor ven en ella a una madre, aunque en realidad se parece a Eris, la diosa de la discordia en la mitología griega, capaz de transformar una íntima cena familiar en un choque ideológico. «Si no se hace a mi manera, lo destruyo», piensa Rosario Murillo.

La tragedia de la vicedictadora quizás se encuentre en su falta de talento y en su fealdad. Qué desgracia debe significar para ella no ser tan inteligente y tan magnífica poeta como Sor Juana Inés de la Cruz o Gabriela Mistral, tan bella como la Miss Universo Sheynnis Palacios o tan carismática como Violeta Barrios de Chamorro. El único don de Rosario Murillo es el de ser fecunda y haber importado la santería de Cuba a Nicaragua y hacerla pasar como algo natural en un país donde la mayoría de la población es católica. Quizás se diga a sí misma: «Contra mí nadie puede. Soy el ángel exterminador. Soy el ángel de la muerte».

La vicedictadora de Nicaragua pasará a la historia como la reina de la manada del clan Ortega-Murillo y como la autora de torturas, destierros, violaciones, masacres y persecuciones inéditas en el bestiario nicaragüense. Su discurso oscila entre la retórica cristiana con la que comunica al pueblo su «generosidad» y una diatriba chamánica que acusa a sus opositores de ser «espíritus maléficos». Para contrarrestarlos no sólo se vale de sus joyas, sino de atuendos cuyos bermejos tonos asemejan la sangre derramada del animal expiatorio en el ritual santero aprendido en Cuba. Durante las campañas presidenciales tanto ella como Daniel Ortega vestían exclusivamente de magenta.

En el juego de mensajes cifrados para obtener el control de los nicaragüenses está su «obra maestra»: los árboles de la vida. Estos árboles de lata, más de cien «sembrados» por toda Managua, son una macabra melodía, un maléfico espectáculo que alumbra las noches y protege a Rosario Murillo de las «malas vibras» de sus enemigos o de los que no le ofrecen lisonjas o simplemente no la quieren. Porque Rosario Murillo ama el poder y la sumisión. En sus árboles de la vida se conjuga lo que Michel Foucault llamó la «psiquiatrización de la vida cotidiana», la cual «si se la examina de cerca -aseguró el filósofo- revelaría posiblemente lo invisible del poder».

Ya existían antecedentes de amuletos políticos en Centroamérica. Para aplastar una insurrección el dictador salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez mandó matar a treinta y dos mil indígenas e hizo cubrir el alumbrado público del país con papel rojo a fin de mitigar una fiebre de escarlatina. Rosario Murillo va por más sangre.

En 2010 el dictador Hugo Chávez, íntimo amigo de Rosario Murillo y Daniel Ortega, ordenó exhumar los restos de Simón Bolívar para platicar con él. Al parecer, Chávez le preguntó: «Padre ¿eres tú o no eres; o quién eres?». A lo que, según él, Simón Bolívar respondió: «Sí, soy yo, pero despierto cada cien años cuando despierta el pueblo».

El centro carismático de Rosario Murillo es la rotonda Hugo Chávez ubicada en la Avenida Bolívar de Managua. Como si se tratara del Santo Sepulcro, es vigilada día y noche por policías y militares. En su delirio por resguardarla -se cree que en la rotonda se encuentra enterrada una reliquia de Chávez- la vicedictadora dejó entrever durante la rebelión cívica de 2018 su miedo a que fuera destruida por los manifestantes. Cualquier alteración a la reliquia, según la santería cubana, le roba a quien la posee la fuerza del chakra abdominal que rige el ego y los instintos viscerales, y está simbolizada por el color amarillo, el color de los árboles de la vida que custodian la rotonda.  

A principios de diciembre de 2018, a ocho meses de haber desatado el terror y la muerte, Rosario Murillo dijo: «[Vivimos] bajo el sol que ilumina las nuevas victorias de nuestro pueblo, el sol que nos ilumina, el sol de la fe, el sol de la esperanza, el sol de la confianza, el sol de la voluntad de Dios que se proclama y nos proclama a todos como hermanos, como familia… damos gracias a Dios por todo lo que renace y florece en los campos y en nuestras vidas, en nuestros hogares, en una Nicaragua en donde queremos reconciliación».

Inofensivas y disparatadas parecieran sus palabras para quien no sabe que la fiesta del sol, o Ñangalé en la religión yoruba, se lleva a cabo al amanecer, luego del sacrificio expiatorio. La masacre de los estudiantes, iniciada en 2018, ha sido la gran fiesta del sol de Rosario Murillo. Su diabolismo, acrecentado por su mediocridad, tiene un fin y seguramente se alimenta de las siguientes palabras: «Si no puedo ser alabada, los destruiré a todos. Soy Belcebú, pero me presento como cristiana. Soy más fuerte que todos, más que Dios. Tengo en mis manos la vida y la muerte de los nicaragüenses».

La que en su juventud se instalaba en el atrio de las iglesias para cantar himnos religiosos y recitar poemas, hoy es la perseguidora de la Iglesia Católica que en su momento, encarnada en la voz profética de los obispos Silvio Báez, Abelardo Mata y Rolando Álvarez, protegió a los manifestantes que no se conformaron con su credo de campaña: «Nicaragua cristiana, socialista y solidaria».

A Rosario Murillo podemos aplicarle las palabras del poeta, novelista y dramaturgo francés François Muriac: «No son los libros los que quedan, sino nuestra pobre vida que se convierte en materia para crónicas». Algún día las crónicas nicaragüenses darán cuenta de la sed de sangre y poder de nuestra Lady Macbeth tropical.

Sus libros, como los de la mayoría de los poetas, quedarán sepultados en el olvido. Más los suyos que los otros porque en tantos años sólo han sido desempolvados para descifrar su perturbada psiquis.

Uno de los poemas que quizás muestre su extraña relación con Ortega, a quien permitió violar repetidamente a su hija, Zoilamérica Narváez, y revele sus miedos y afán por controlarlo todo, dice así:

Yo, mujer, cargo la furia de amamantarte y amarte

hombre de barro, mi esclavo y mi señor

yo tu señora y tu esclava

mujer arcaica o clásica o moderna

siempre orgullosa de mi hoguera temblando

en el centro de Venus mi temblor.

Mujer de barro yo, descabezada

guardo y dibujo fertilidad de luceros

descabellada, quebrada y recocida

de mi amor inicial sembré los frutos

sigo sembrando y pariendo

y recogiendo y regando

en este comal de silencios

aquí volteada a la izquierda

con la piel siempre inmensa

sumergida en el canto de barro, carne y caminos

sólo me asusto de las cosas que no entiendo

como la cibernética

o el átomo envuelto

o mis hijos con la rodilla en el suelo

sólo y de nada me asusto

me persigno.

Como si los anillos, la ropa magenta y los árboles de la vida no fueran suficiente, Rosario Murillo se protege del mal de ojo con la «Mano de Fátima», amuleto nacido en el Oriente Medio que mandó colgar en la casa presidencial.

Sobre sus «logros» y «amor» por Nicaragua ha dicho: «¡La Patria libre, la Patria linda, la Patria bendita! ¡Oh cuánta bendición! ¡Cuánto prodigio! ¡Cuánto milagro!».

Con estas escalofriantes palabras, porque las dice impávida y pareciera entonarlas con el mismo fervor que el salmista cantaba sus salmos acompañado del salterio, estalla el horror y nos damos cuenta de lo terrible que es compartir la vida con ella.

Sólo nos resta imaginar el dolor que le produjeron en sus chakras el derribamiento de varios árboles de la vida por los manifestantes que dijeron ¡basta! Todo sucedió en un abril de crueldad inaudita en el que Nicaragua se convirtió en escenario mayor de un sangriento ritual de santería.

Entender a Rosario Murillo es comprender la catástrofe nicaragüense.

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