Opinión / Ensayos · 18/03/2022

Ucrania y la guerra mundial [notas para un ensayo]

Francisco Larios | Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org

<<En estas sociedades los señores del dinero llevan, aunque dentro de la urbanidad igualitaria que da órdenes a través de preguntas, sugerencias, e incentivos fiscales, la voz cantante.  Tienen, la mayoría, poco interés en el asunto de la guerra, si no es su rama de la industria, pero tampoco arman demasiado escándalo si alguna tropa va de sus países, en expediciones que se imaginan de poca monta, a lugares distantes de los mercados y de los eslabones principales de las cadenas productivas.  Otra cosa es el conflicto armado que a sus ojos descarrile la economía mundial, los mercados que son su vida y hábitat. No tienen, comprensiblemente, ningún entusiasmo en sacrificar ese mundo, su mundo ––ese país global que arman como un rompecabezas en la planificación corporativa–– solo para que el mapamundi político cambie de contornos.>>

¿Se mundializará la guerra ruso-ucraniana, al menos en el sentido de involucramiento oficial de fuerzas de combate de Estados Unidos y la alianza militar de Europa, OTAN? Hasta el momento, se ha visto lo esperable: la renuencia tradicional de los primeros en participar de manera directa en conflictos europeos, y la lentitud relativa de los países democráticos en movilizar fuerzas militares al terreno de guerra ––en las cercanías, no en las lejanías. Tarde o temprano, sin embargo, ante un enemigo como Putin, probablemente incapaz de retroceder, es casi seguro que haya cada vez más acción militar conjunta europeo-estadounidense, que podría manifestarse incluso con más arrojo si el cálculo de los planificadores de la guerra sobre la probabilidad de que Putin pueda emplear armas nucleares arroja una disminución significativa. 

A Putin probablemente el sueño de un rescate chino le quede como uno más entre los numerosos cálculos fallidos de su aventura, la agresión imperial contra Ucrania.  Para una China integrada cada vez más a las economías del mundo, desarrollado o no, donde conquista sin disparar un tiro [esto incluye Taiwán] no tiene mucho sentido ignorar las lecciones aprendidas en prudencia y calma, y desbocarse en una alianza con Rusia que tiene muy poco valor económico, y cuyo valor militar y político se ha desplomado en menos de un mes.

Es muy probable que el presidente Xi, quien, aunque dueño de indiscutible poder dentro del Partido Comunista, gobierna un sistema, no un feudo bananero, regrese al carril institucional, o sea forzado a hacerlo a medida que enormes costos, antes potenciales, se hagan realidad. Junto a ellos, la alianza geopolítica ajedrecística contra Occidente que el camarada Xi creyó posible montar con Putin, tendría beneficios, si acaso alguno, marginales. La vida es así, así de implacable es la realidad, y en el charco de tiburones que es la política los rivales del Presidente tendrán a su favor la munición del fracaso de Rusia en Ucrania.

Por eso, el reto que enfrenta Xi pareciera ser el de recular grácilmente. El moonwalk de Michael Jackson salta del recuerdo. Quizá veamos al líder chino practicar el paso de baile que hiciera famoso el cantante estadounidense. Será un espectáculo, sin lugar a dudas, memorable, un caso-estudio de valor para novicios de la política, ya que habiendo comprometido ambos líderes a sus países en “amistad ilimitada” poco antes de la invasión rusa de Ucrania, queda ahora al descubierto, qué pena, que la amistad tiene límites por más ilimitada que sea; y que no se trata, en cualquier caso, del amor, que, según Borges dijera, necesita reafirmarse constantemente, por ser de natural inseguro.

Por mi parte, no puedo ni negar ni afirmar, ya que no exploro en prosa el reino de las teorías conspirativas [la poesía que haga lo que quiera], si la OTAN supo inevitable la invasión rusa a Ucrania, o si incluso le dio la bienvenida. En este caso, habrían decidido que el pueblo ucraniano cargara ––nada me sorprende de los políticos–– con el martirio de ser la soga sangrante que ahorque a Putin y sepulte ––esta vez para siempre, hasta donde llega «siempre»–– las eternas ambiciones imperiales de Rusia.  Dado el atraso económico del país, su pobreza y subdesarrollo tecnológico, tales ambiciones no son viables en un mundo donde ya no es suficiente población, guerrero y sable para saquear y enriquecerse. Hoy en día, gracias al capitalismo desarrollado y su fusión guerra-tecnología-economía, para ser imperio hay que enriquecerse antes… Después, lo que haga uno cuando ya es imperio dependerá… 

A veces, incluso, enriquecerse parece reducir las ganas [léase Unamuno] de ampliar las fronteras militarmente.  Utilizo, muy a propósito, el vocablo «militarmente», porque es la naturaleza humana el querer más riqueza, y más poder, cuando ya se es rico y poderoso.  Ganas de serlo nunca faltan. Como de los Idus de Marzo, podría decirse que “todavía no acaban”. Pero el capitalismo mundializado, sin retar ––como intentaran las utopías del siglo XX–– la condición humana, parece haber creado un nuevo cauce a la natural agresividad de la codicia. ¿Cómo? La respuesta quizás suene tan árida como un manual de escuela de negocios: al integrar por encima de fronteras nacionales las cadenas de producción, las élites del mundo se entretienen estratégicamente, administrando los mercados en perenne competencia.  No es que no haya sangre en tales contiendas, pero hay una cierta sublimación, y ciertos límites, como de rituales que reemplazan la guerra tribal; algo parecido, quizás, al desahogo de agresión que los deportes organizados permiten en la vida social.

Cierto es que hay, y habrá siempre [hasta donde llega “siempre”] burócratas y mandarines cuyo ámbito de acción es el de cuidar, como responsables de seguridad, los espacios de comercio y tránsito, y que, al actuar desde el poder político viven, particularmente en Estados con gran armamento, como los guardias cuyas horas transcurren frente a monitores y pantallas, listos siempre para despachar oficiales y tropas aquí y allá. Sin embargo, no pueden actuar con la misma autonomía y desparpajo que antes fue posible, cuando las élites políticas eran a la vez élites económicas y señores de la guerra, como fue en el mundo feudal, en el que los señores solo tenían tierra y vasallos que perder y ganar. 

Hoy en día, en los países avanzados, hay una separación de poder y tareas entre los burócratas y políticos [¿hasta dónde la diferencia?] que ordenan la guerra, y los señores del dinero. La división es particularmente notable en las sociedades democráticas ––el mundo rico; China se acerca, pero todavía no es miembro con todos los laureles.  En estas sociedades los señores del dinero llevan, aunque dentro de la urbanidad igualitaria que da órdenes a través de preguntas, sugerencias, e incentivos fiscales, la voz cantante.  Tienen, la mayoría, poco interés en el asunto de la guerra, si no es su rama de la industria, pero tampoco arman demasiado escándalo si alguna tropa va de sus países, en expediciones que se imaginan de poca monta, a lugares distantes de los mercados y de los eslabones principales de las cadenas productivas.  Otra cosa es el conflicto armado que a sus ojos descarrile la economía mundial, los mercados que son su vida y hábitat. No tienen, comprensiblemente, ningún entusiasmo en sacrificar ese mundo, su mundo ––ese país global que arman como un rompecabezas en la planificación corporativa–– solo para que el mapamundi político cambie de contornos. Al presidente chino, quizás por el autoritarismo absolutista ––desde siempre, y hasta donde llega “siempre” ––de su reino, y quizás porque ha estado en una campaña por afianzar su poder individual, parece habérsele escapado esta dimensión conservadora del poder mundial, hasta el punto de no reconocer en ella el rastro y la necesidad de China misma. O, si no fue ciego ante estos hechos, erró al pensar que la aventura de Putin no iba a tocar el nervio conservador del sistema, su instinto de supervivencia. Pensó quizás, como Putin [sospecho que no aplica esto a los planificadores de la OTAN], que la invasión de Ucrania sería, ya que antes hemos hablado de moonwalk, un cakewalk, un pan comido.

Pero ahora el error parece evidente: Putin está mortalmente aislado; quizás el autócrata ruso sea, en el sentido literal que esto significa en regímenes donde la violencia palaciega resuelve conflictos a través de técnicas poco parlamentarias, un hombre marcado. Si es así, al presidente chino no le queda más remedio que ir back to business, porque una cosa es rivalidad económica y juegos sucios con y contra Estados Unidos, y otra es la aniquilación insensata de todo lo conseguido por China y su clase dominante burocrática-empresarial durante los últimos cincuenta años.

¿Y los complejos militar-industriales?

Alguien, incisivamente, pregunta: “¿no estarás olvidando el complejo militar-industrial y su interés en que haya conflicto para vender sus productos? Es un tipo de empresa diferente; tiene vida propia y no se comporta como las otras.”

Por supuesto, se trata de una fuerza importante, que empuja dentro del sistema. Pero el complejo militar industrial no necesita que haya guerra; basta con que haya una estrategia de guerra, que se vende como doctrina defensiva, para prevenir la guerra.

El negocio del complejo militar-industrial no es hacer la guerra, es venderle armas al Estado, es ser parte integral del presupuesto nacional. Eso lo han logrado, y, guerra o no guerra, el presupuesto asume que hay que «mantener», y «renovar» o continuamente poner al día el armamento, porque “la competencia” hace lo mismo.  

Pero esto es notable: el presupuesto armamentista tiene como objetivo declarado enfrentar a poderes militares con los cuales, de hecho, desde que existe el complejo militar-industrial, no se ha ido a la guerra. 

Lo interesante es que, sin perder la rentabilidad que crea el complejo militar-industrial a partir del miedo del Estado a la derrota, a la guerra, la rentabilidad de la paz entre los principales poderes parece haber dominado este largo período desde la segunda guerra mundial. 

La guerra, cuando se ha hecho, ha sido contra poderes menores, o países sin ningún poderío, aun cuando en algunos casos los poderes menores hayan recibido apoyo de los complejos militares-industriales, y aun cuando estas guerras hayan llevado a alteraciones del mapa mundial, que sin embargo han sido menor de escala que los cambios en el mapa de la distribución de las influencias regionales de los grandes poderes militares.

¿Y si Putin no retrocede, qué?

“El Estado es el alma rusa”, leí recientemente. “Apostar porque el pueblo ruso se levante es una estrategia perdedora, han estado subyugados 1000 años”, me dice un amigo, pasando por alto, inexplicablemente, las revoluciones rusas del siglo XX y el desplome del estalinismo en 1991. La hipótesis que puede fatalistamente inferirse de esta visión es que Putin no tiene quien lo detenga, y, si no tiene salida hacia atrás, hará lo que este tipo de maniáticos hace: avanzar hacia la inmolación. La hipótesis no es totalmente descabellada. Tiene precedentes en la Historia. Pero la de hoy no es, enteramente, la historia de antes: nunca las ambiciones imperiales de Rusia habían enfrentado un cerco como el que hoy enfrentan, tal vez comparable, parcialmente, en condiciones diferentes, en condiciones de muchísima menor globalización, en condiciones en las cuales la globalización impactaba menos a la economía rusa, al que enfrentó el régimen bolchevique al retirarse de la primera guerra mundial. Era un mundo igual en la codicia humana, en la ambición, en el impulso imperial de los más poderosos; pero distinto, en que la obediencia ciega a tal impulso puede hoy en día llevar a la hecatombe; en el caso de Rusia, rumbo a una autoinmolación, que tendría que ser aceptada por todas las élites del poder, y no solo por su furibundo y desorientado zar.