Opinión / Ensayos · 24/04/2024

Días perfectos

*Manuel de la Iglesia – Caruncho

¿Puede una persona con escasos recursos, sin ambiciones y sin apenas relaciones, alcanzar la felicidad?

Win Wenders en su película Perfect days indaga en la respuesta a esa pregunta a través de la narración del día a día de Hirayama -interpretado felizmente por el actor Kôji Yakusho-, cuya profesión es limpiar lavabos públicos en Tokio.

La película merece ser vista aunque sólo fuera por venir de quien viene. Wenders es el director de obras como El amigo americano, El cielo sobre Berlín, Buena Vista Social Club o La Sal de la Tierra, ese documental increíble que lleva a cabo con Sebastião Salgado. Nunca defrauda.

Para profundizar en el conocimiento de la satisfacción humana, Wenders presenta a Hirayama, una especie de ermitaño que vive en una ciudad de 14 millones de personas, tráfico intenso y edificios enormes. Contratado por una empresa de limpieza, Hirayama acude puntualmente cada día a limpiar los retretes de un distrito de la gran ciudad y lo hace con esmero, sin dejar ni una mota de polvo en rincón alguno, repasando todos los resquicios de cada váter. Lleva consigo un pequeño espejo que le permite observar, allí donde no llega la mirada, si ha quedado algún resto de suciedad y, cuando acaba su faena, se gratifica con un baño en una terma, un descanso que goza en silencio, lo que sabemos por su sonrisa, mientras se deja acariciar por el agua que lo envuelve.

El protagonista riega sus plantas con la misma mesurada sonrisa que florece a lo largo del día mientras limpia baños, contempla árboles, se sumerge en la piscina o se despide de un niño perdido a quién ayudó a encontrar a su madre. Su tiempo libre lo dedica a dos pasiones: la lectura y la música. Cuando ha terminado una obra acude a una librería que las vende de segunda mano y le vemos escoger Las Palmeras Salvajes de Faulkner, un libro de Patricia Highsmith -cuyo título no fui capaz de adivinar-, y el Árbol, de Aya Koda. He consultado quién es Aya Koda, pues en mi ignorancia la desconocía, y encuentro que era miembro de la Academia de Arte de Japón y que dedicó sus últimos años a la tierra y a los árboles. Y me entero también de que hay una palabra en japonés, komorebi, para describir el momento en que, por efecto de la brisa que mueve las ramas, las hojas de un árbol permiten el paso de los rayos del sol, algo que provoca sonrisas de regocijo en Hirayama y algo que intenta capturar con una antigua máquina de fotos. Su interés por Aya Koda queda explicado.

Su otra pasión, la música, un disfrute para Hirayama, quien cuenta con una buena colección de casetes, es también un disfrute para el espectador, pues el filme permite escuchar, entre otras composiciones, Pale blue eyes y Perfect day de Lou Reed; Redondo Beach, de Patti Smith; Sitting on the dock of the Bay, de Ottis Redding; Sunny Afternoon, de Ray Davies; The House of the Rising Sun, de The Animals, y Feeling Good de Leslie Bricusse, tal vez la que mejor represente el sentir de Hirayama -Nina Simone canta una magnífica versión de esta canción-. En general, melodías nostálgicas de los años 70 con un punto en común: el de producir paz en el oyente.

Wenders vence la dificultad de optar por un ritmo muy lento haciendo contrastar la calma de Hirayama con algún encuentro inesperado, como el que se produce con una sobrina a quien no veía desde niña y que nos permite conocer algo de su pasado. Y no se debe contar mucho más de la película para no estropearla.

Con lo que vuelvo a la pregunta inicial: ¿puede una persona que lleva una vida sencilla, sin ambiciones, que raya en la humildad, sentirse feliz, como parece sucederle a Hirayama? ¿Puede alguien disfrutar de esa alegría o de satisfacción, según como elijamos llamar a ese estado de paz o de contentamiento que brota del interior, con independencia -hasta cierto punto- del entorno, y sin apenas relacionarse con los demás? La respuesta de Wenders, de acuerdo a la película, es un sí.

No resulta fácil de creer, y no tanto por la renuncia a honores y riquezas -lo que parece aconsejable para alcanzar ese estado de paz-, sino por el desapego hacia los demás. Los seres humanos nos necesitamos unos a otros, y no sólo porque los demás nos nutren de lo que nos falta, sean libros, alimentos, música, películas, compañía o conversaciones, sino porque necesitamos sentir afecto y dar cariño. Dar y recibir, idealmente sin ataduras, sin apegos, sin aferramientos, en libertad.

Así que, hay que expresar dudas razonables sobre si se puede alcanzar un estado de plenitud sin una familiasin contar con amistades, sin formar parte de una asociación de vecinos, un sindicato o una ONG, sin participar de alguna confesión religiosa o sin frecuentar un círculo de lectura o pertenecer a una asociación de senderismo ¿Se puede ser feliz sin vernos a través de los demás, sin ayudar y que nos ayuden, sin querer y que nos quieran? 

Es una pregunta retórica, lo sé, pues sería absurdo negar que hay personas que alcanzan ese estado de paz y felicidad precisamente a través de la renuncia a integrarse en la sociedad. Renuncia a los deseos interminables con los que nos tienta, a los ruidos, a los conflictos y tensiones, a las riquezas y ostentaciones, al consumo innecesario. Monjes, ermitaños, eremitas, anacoretas, monjas de clausura, cenobitas, ascetas, o personas solitarias como Hirayama en la película, son seres especiales que han sido capaces, a lo largo de toda la historia humana, de substraerse al influjo y a las tentaciones de su tiempo y que han sabido o han tratado de cultivar ese contentamiento interior a través de una vida sencilla, sin quejas ni enfados y sin hacer daño a nadie. 

Aunque, ¡un momento!: volviendo a Hirayama, si bien es cierto que apenas tiene relaciones con otras personas, ¿acaso no las mantiene a través de su trabajo, a través del amor por una tarea bien hecha al servicio de los demás? ¿Acaso no es gracias a sus desvelos, que los lavabos públicos de ese distrito de Tokio lucen inmaculados? Y sí,  abe imaginar a sus usuarios encantados. He ahí un motivo más, tal vez el principal, para la satisfacción de Hirayama.

Ojalá los demás aprendiéramos de estos seres a vivir con más sencillez pues parece evidente que esta sociedad se nos ha ido de las manos. Si no lo remediamos, cada uno/a desde la parte que le toca, podemos acabar en una catástrofe.

*El autor, MANUEL DE LA IGLESIA – CARUNCHO, es doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid, se especializó en Economía Internacional y Desarrollo. Trabajó para la cooperación española en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay. También pasó un año en Inglaterra como Visiting Fellow, en el Instituto de Estudios de Desarrollo de la Universidad de Sussex. Como ensayista, ha publicado numerosos artículos y obras como El impacto económico y social de la cooperación al desarrollo y The Politics and Policy of Aid in Spain. Como narrador, ha publicado el libro de relatos Atractores Extraños y las novelas Los dioses de la sombra juegan pelota y A pocas leguas del Cabo Trafalgar.

Tomado de Mundiario