*Juan Carlos Cruz-Barrientos
Tuve la oportunidad de estar en Venezuela en 2006 durante 10 días, en el marco del Foro Social Mundial. No pasé de Caracas pero conversé con la gente de la calle, visité algunas de las radios comunitarias impulsadas por el gobierno y pasé buen tiempo en la Universidad Popular Simón Bolívar. También escuché en vivo un discurso de Hugo Chávez, que entre otras cosas expresó que el socialismo del siglo XXI era una superación dialéctica del socialismo que realmente existió en el siglo XX.
En ese momento, el proceso contaba con una notable base social de apoyo popular, mientras que la oposición era absolutamente elitista, afincada en «Las Mercedes”, al este de Caracas y conocido como “El pequeño Manhattan». Era muy clara la contradicción pueblo-oligarquía y como sucede en muchos países latinoamericanos, la clase pasa por los rasgos físicos de las personas. En el este la gente es blanca y los únicos “cholitos” son parte de las servidumbres. Una derecha racista como pocas.
Había una intensa lucha ideológica que igual se libraba en los espacios públicos como en los medios de prensa. La oposición venezolana se caracterizaba por su falta de cohesión y liderazgo unificador, como de vínculos con el pueblo. El desafío para la derecha era claro: poner sus intereses estratégicos de clase por encima de sus rencillas personalistas y dinamitar la base popular de apoyo del proceso. Y desde entonces ha estado en ese ejercicio, alternando los intentos golpistas con denuncias de fraude en las múltiples elecciones que se han celebrado y lanzando un autoproclamado mandatario que nunca fue electo.
Sucedió la prematura muerte de Chávez, la baja en el precio del petróleo, que una vez más hizo ver la precariedad de las economías “monocultivistas” o rentistas que el proceso no superó; la imposición de más de 900 sanciones por parte de EEUU y sus aliados y en ese contexto, la burguesía hizo valer su control sobre los canales de abastecimiento de alimentos y medicinas, provocando la escasez artificial, al tiempo que sacaba del país los dólares, otorgados a precio preferencial por el gobierno, lo que pronto derivó en inflación.
Si a esa problemática hay que sumar la incompetencia de una maquinaria estatal operada por burócratas mañosos y corruptibles, procedentes de los partidos tradicionales, principalmente de Acción Demócrata y COPEI, no es difícil entender la escasez, la hambruna y la desbandada migratoria de los últimos años.
En ese escenario, le tocó ejercer la presidencia a Nicolás Maduro, designado como sucesor por Chávez. Una figura poco carismática con un liderazgo “heredado”, lo que ha facilitado convertirlo en el chivo expiatorio de una problemática muy compleja.
La línea dinástica de la oposición arrancó con figuras como Leopoldo López y Henrique Capriles, nacidos del empresariado venezolano, sin ningún vínculo con el pueblo y cuyas fortunas no fueron suficientes para unificar al conjunto opositor y menos aún para movilizar adeptos populares.
Tuvieron que surgir nuevos liderazgos, esta vez de la ultraderecha más reaccionaria, que capitalizando el descontento social, lograron unificar a la oposición: Ana Corina Machado y Edmundo González. Ella apoyada por toda la ultraderecha internacional, incluido el criminal de guerra Benjamín Netanyahu y él, un operador de la CIA que desde un puesto de pantalla en la embajada de Venezuela en El Salvador, tuvo una activa participación en operaciones contrainsurgentes en la década de los 80.
Machado es la expresión de la ultraderecha internacional en ascenso, representada, entre otros por VOX en España, Milei en Argentina, Katz en Chile, Uribe en Colombia y Trump en Estados Unidos. Mientras que González está a cargo de las operaciones “especiales” de la inteligencia norteamericana para sabotear y derribar al gobierno. Exactamente lo mismo que hacen y han hecho los estadounidenses y sus oligarcas aliados desde que se proclamó la doctrina Monroe.
Viendo en perspectiva histórica lo que hoy ocurre en Venezuela, no es difícil entender la alaraca que se está haciendo en torno al proceso electoral, mismo que es técnicamente robusto y confiable, tal y como lo asegura Marc Cabanilles, experto en procesos electorales de una multinacional española que diseñó e implementó el sistema en Venezuela.
Cabanilles asegura que “pensar que el fraude se comete en el recuento mecánico de votos es absurdo. Los programas informáticos y los procesos de transmisión de datos son exhaustivamente testados en multitud de pruebas y simulacros a los que tienen acceso tanto las autoridades electorales, como la parte gobernante y los partidos de oposición”. (Cabanilles, 2024).
Cabanilles asegura que el sistema de votación automatizado comprueba biométricamente la identidad del votante y las máquinas de votación emiten en papel un justificante del voto que se deposita en una urna para poder efectuar, a posteriori, la auditoria de los datos, comparando los resultados de la urna manual con los emitidos por la máquina de votación. Dicha solidez técnica del sistema ha obligado a los operadores de la ultraderecha venezolana a echar mano a los hackers para entorpecer y aletargar el proceso de transmisión de datos.
En todo caso, el Consejo Electoral tiene treinta días para dar el resultado final de las elecciones y de poco debería valer la autoproclamación de González como ganador, a no ser por los altoparlantes mediáticos con que cuenta la ultraderecha.
Desafortunadamente a muchas personas progresistas les ha resultado “fácil” atribuirle a Maduro la causa de problemas que, posiblemente vienen desde la mima concepción del socialismo del siglo XXI y que debería ser el objeto de análisis de las personas realmente interesadas en construir sociedades más justas y solidarias.
En lugar de abocarse seriamente a repensar las herencias de los revolucionarios del siglo XX, que proponían hacer revoluciones desde el Estado, imponer un partido único y militarizar el ejercicio del poder; esas personas han sumado sus voces al coro de la ultraderecha para gritar “fraude”, “fraude”.
Se trata de problemas muy complejos de concepción y de ejecución, que obviamente no se resuelven sacando a Maduro del gobierno, ni al margen del proceso mismo. Sólo las y los venezolanos conscientes, pueden resolver los problemas y construir un nuevo poder, desde abajo y desde dentro del tejido social popular. Pretender que una oposición liderada por la ultraderecha resuelva los problemas de Venezuela, es, a lo menos un acto de ingenuidad.
América Latina pasa por un momento crítico de precario equilibrio entre los gobiernos con vocación popular de México, Colombia y Brasil y la ofensiva de la ultraderecha. Ya cayó Argentina, Venezuela no debe caer.
Heredia, agosto de 2024.
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