Opinión / Ensayos · 18/04/2021

La víspera [un retrato de Abril y la esperanza]

*Por Francisco Larios

No sabíamos, al amanecer del 18 de abril de 2018, que abriríamos los ojos de tal manera: a ver el mundo posible, tan claro y tan hermoso como una lágrima de felicidad; y a ver el mundo real, el monstruo que vigilaba nuestro sueño cautivo como un perro de caza, entrenado para matar con sus fauces la ilusión.

No sabíamos de lo que éramos capaces, y no sabíamos [habíamos olvidado] quiénes eran ellos. Siempre hubo voces en nuestro dormir colectivo que gritaban, como en los sueños, sin que su voz se oyera. La conciencia estaba apagada: por el trauma de la guerra de los ochenta; por el efecto hipnótico de una promesa, hecha en 1990, desde el aura de paz que emanó, o vimos emanar, del traje blanco de la nueva Presidenta; porque nunca, como desde entonces, y quizás desde el siglo XIX, se usó a la religión como envoltura para vender engaños políticos, desde la autoridad simbólica del cardenalato católico y en las olas expansivas del evangelismo que llegaban de Estados Unidos; porque la promesa de un cambio radical a favor del pueblo, hecha en 1979 por una minoría armada, cuya primera urgencia siempre fue desarmar al pueblo–a quienes estaban en Contra y a quienes estaban a favor–había dejado solo ruinas, lisiados mendigando en las calles, huérfanos, hombres y mujeres despojados de su patria, y unos cuantos millonarios, liberados estos ya del disfraz militante, cómodos en público con sus lujos, habituados a la lógica simple de matar para vivir; porque en las ruinas de la falsa épica de una falsa revolución solo podía florecer modorra, decepción y cinismo, y solo podrían desplegar sus ramas las voces del pasado más vicioso, las que con deleite repiten “te lo dije, es imposible ser de otra manera, hay que adaptarse; no hay que ser baboso”.

No sabíamos, al amanecer del 18 de abril de 2018, que la nación joven, la nación de jóvenes, la joven nación que llamamos nuestra, pobre criatura de la desmemoria, tierra que la violencia arrancó al pasado, tendría que llorar tanto. No sabíamos que tanto tendría que sufrir para recordar su propio sufrimiento, para hacerse de una nueva oportunidad de aprender. Aprender que la promesa que nos dieron en 1990 fue una dolorosa falsedad; que un pueblo no necesita el resguardo de promesas maternales o paternales desde el poder de ese trono imperial que en Nicaragua llaman “Presidencia”; que lo que hace falta es abrir los ojos a la falsedad de toda aura, arrancarle el velo al poder, dispersarlo; que hay que repartir el poder entre todos, para que no sea un botín que solo se llevan los más astutos; a estos hay que dejarles migajas, nada más. Hay que hacer que gobernar sea cruz, no prebenda.  

Ellos no quieren esto. Ellos quieren que confiemos en ellos una vez más, que sigamos una vez más sus recetas. Que se apague otra vez nuestra conciencia y escuchemos como órdenes hipnóticas sus consignas de “diálogo”, “vía electoral”, “unidad”; que creamos que su léxico traicionero va a salvarnos; que pensemos que dormir de nuevo curará nuestro sufrimiento, nuestra enfermedad de siglos.

Pero no es así. Para que el horror de hoy no se repita, para que no tengamos que sentir que nos aprieta el pecho de dolor, de angustia, de ira; para que al aire de nuestro terruño repleto de sol lo agiten los gritos felices de los niños, y no los desgarrados lamentos de las madres, es imperativo rechazar el poder y la cultura que nos ha traído, y volverá a traernos, sin duda, a estas tenebrosas profundidades.  

Si las maniobras de la rancia y la nueva oligarquía imponen su voluntad, podrán pintar muy blanca la losa y la lápida, pero la sangre de nuestros compatriotas saldrá por las noches a mancharlas, como un recordatorio. Si imponen, una vez más —¡sería el séptimo pacto de cúpulas en ochenta años! —su “solución”, habrá más losas, más lápidas, más tumbas, más dolor, más guerra, más miseria, más exilio. Tarde o temprano, pero irremediablemente, como tarde o temprano ha sido desde hace casi doscientos años.

Esta vez tenemos que aprender la lección. No queremos, por supuesto, a Daniel Ortega, o a Rosario Murillo, o a ninguno de sus sicarios en el poder. Tampoco queremos a una Cristiana Chamorro, o un Arturo Cruz, o a una Kitty Monterrey, personajes que han entrado al juego como última carta de los poderosos que tiemblan de miedo ante el pueblo y quieren dar continuidad al sistema que produce beneficios para ellos y dictadura para el país. No es suficiente siquiera que un Medardo Mairena o un Félix Maradiaga, o un George Henríquez Cayasso, forasteros a los ojos de los amos oligárquicos, outsiders como reza el anglicismo, aparezcan al frente del Estado. 

No. Quienquiera que, dentro de la actual estructura del poder, llegue a su cima, estará sentado en el trono de un tirano. Si logra quedarse en él o si consigue apenas guardarlo para su verdadero dueño no es importante para nosotros, para la nación. A nosotros nos interesa lanzar ese trono al cráter ardiente de un volcán: nos interesa acabar con el poder tiránico que alberga, que puede un día matar más, o matar menos, pero guarda para sí, permanentemente, el derecho de matar.

Por eso, no puede haber solución a la crisis, ni sanación de las heridas de nuestra sociedad, que no involucre el paso, para algunos radical, de fundar una República democrática a través de un proceso de Constituyente democrática.

No es el demencial “constitucionalismo” de quienes quieren todo “dentro de la ley” lo que puede hacer posible la justicia y la democracia. Tampoco lo es un remedo de Constituyente que sea apenas otro pacto entre grupos que escriben de nuevo la Carta Magna a su conveniencia.

No puede ser así.

Esta vez, debe elegirse—tras ser derrocada la dictadura—a representantes del pueblo, por jurisdicciones geográficas decididas para dar a la Constituyente representatividad y legitimidad. Y no para que escriban y aprueben ellos, solos, la nueva Constitución, sino para que propongan y redacten un proyecto, que luego el pueblo apruebe o rechace en referéndum. 

Un proyecto así debe reducir el poder represivo del Estado a su mínima expresión, des-militalizar a las fuerzas de defensa: en lugar de un Ejército con tanques y armas de guerra que solo sirven para matar compatriotas, varias fuerzas organizadas con mandos separados y finanzas dependientes del pueblo. Nada de negocios privados para el Ejército, como aceptó el pacto Chamorro-Lacayo-Ortega.  Quizás un cuerpo de Guarda-fronteras, un cuerpo de Defensa Civil, y un cuerpo de Protección de Recursos Naturales. Y nunca más una Policía Nacional.

¿Un sueño difícil? ¿Una utopía? Eso es lo que ellos quieren que pensemos. Ellos quieren que volvamos a dormir, que dejemos que ellos se encarguen de todo, como lo han hecho hasta ahora. Pero mienten. Ya sabemos que el dolor es real, y es intenso. Ya sabemos que también es intensa la esperanza, y el coraje.

¡Viva Nicaragua Libre!