*Oscar René Vargas / 14 de junio de 2024.
Ha fallecido mi hermana, Milú Vargas Escobar.
Siendo niños compartimos juegos, soledades, amistades y cariño.
Ya mayores mantuvimos el cariño, el amor y los ideales compartidos por una Nicaragua mejor.
Siempre te quiero mucho, desde cuando éramos niños.
El análisis político es el arte de estudiar e investigar lo que pasa en la cabeza de los otros, de tu adversario. En la historia política de Nicaragua los gobiernos autoritarios y las dictaduras han sido la regla y no la excepción. La vieja burguesía y la oligarquía tradicional no tienen ningún credo democrático. Nuestras clases dominantes jamás han cultivado virtudes democráticas y se alienaron invariablemente a los criterios de los “partidos del orden”, del autócrata. En consecuencia, Nicaragua se plasmó como una república carente de gobernantes democráticos.
El autoritarismo
El autoritarismo tiene una vocación de solucionar los conflictos sociales cotidianos por la vía de la represión policial, la reciente represión, 2018-2024, es una prueba incuestionable. También utiliza el uso de las leyes y los procedimientos jurídicos como arma política para perseguir y destruir al adversario.
Los principales rasgos de la dictadura Ortega-Murillo nos demuestra que la inclinación, tendencia y práctica somocista persiste en todos los niveles del poder. La supervivencia del somocismo en su versión orteguista ha permitido que Nicaragua sea un territorio fértil para la actividad de los paramilitares debido a la inacción de las autoridades.
La represión, la corrupción, el Estado-Botín, el enriquecimiento inexplicable de funcionarios, las violaciones de los derechos humanos y la impunidad se incrementaron en los años recientes con conocimiento, encubrimiento, complicidad de las instituciones del Estado y con el beneplácito del más alto nivel del poder, lo que nos manifiestan la persistencia/vigencia del somocismo. Políticos, diputados, jueces de origen y pensamiento somocista tienen puestos en el aparato del Estado del régimen Ortega-Murillo.
Los actores políticos, sean viejos o nuevos, están atrapados en una red de viejas prácticas y falsos valores, características de una cultura atrasada e intolerante, acostumbrados al engaño y a la falsedad, diseñada para la mentira y el fraude, permitiendo la inequidad social y la impunidad; actúan como categorías arraigadas y sustentadas en el “Síndrome de Pedrarias”.
El enriquecimiento ilícito
Existe una idea en el poder autoritario y patrimonial muy extendida, lo que está en el trasfondo de muchos de los casos de corrupción que se han incrementado de manera sustancial entre 2007-2024, que el poder permite el enriquecimiento ilícito e inexplicable de los miembros de la cúpula del poder y sus allegados. Hay, por lo tanto, en la trastienda de esta manera de ejercer el poder, el extendido sentimiento y la completa seguridad de que las consecuencias derivadas de los actos de corrupción de las elites política y económicas quedarán en la más rotunda impunidad.
Esa lógica del enriquecimiento ilícito o inexplicable ha ido generando aceptación social e indiferencia en las elites políticas y económicas. La clase dominante (orteguista y tradicional) se adapta al engaño, a la trampa, al dolo y lo acepta como una práctica válida y tolerable. En la cultura política dominante la mayoría de las fechorías se perdonan si tienes suficiente dinero. Las instituciones estatales para combatir la corrupción se mueven en el mundo de la ficción, de lo fantástico y de lo abstracto. Nada real. Son ciegas, sordas y mudas.
En los miembros de la nomenclatura orteguista piensan que no habrá castigo alguno por sus excesos posibles. La sola voluntad del poderoso dictador bastará para su debida salvedad, seguridad e inmunidad. De esta descarnada manera se ha operado en los últimos años y, de esta manera se piensa que se podrá seguir manteniendo el poder autoritario.
Esta concepción de la política patrimonialista y autoritaria se articula con la vieja tradición de legitimación familiar con un sello conservador, patriarcal y tradicionalista. A lo que hay que sumarle los privilegios de clase y de familia van siempre asociados. Y agregar el hecho de que los gestores del poder acaban creyendo en su omnipotencia e impunidad y la cultura del “enchufe” o amiguismo que se practica en la política nicaragüense.
Todo ello genera una trama de complicidades que impregna al conjunto de la sociedad y que permite la perpetuación del poder autoritario y la corrupción de “los de arriba”, de modo que siempre se repite la misma canción: todo el mundo sabía, pero todos se vuelven mudos y ciegos. La mayoría de la clase dominante no lo denuncia ya que es, habitualmente, cómplice. Generalmente los corruptos y corruptores viven en los estratos sociales superiores, abusando de los empleados menores del Estado.
Es en esa alta franja social donde ocurre todo. Donde habitan los que creen que todo les está permitido porque el país es suyo y sólo ellos pueden asegurar su bien. Estas acciones corruptas emergen desde la mera cúspide decisoria del poder, pero se filtran hacia abajo tocando, con gusto y deleite, a funcionarios medios y bajos del gobierno central y municipales.
El cinismo de la clase hegemónica
El cinismo ha sido siempre un componente visible de la política nacional. En la cultura política nacional podremos encontrar alguna excepción que sólo confirmará la regla. Pero en el régimen Ortega-Murillo esta transparencia doblez ha llegado probablemente al límite de su posibilidad. Podemos oír mentiras evidentes, asombrados por el grado de desvergüenza como las que se dicen, y el emisor se queda de una pieza y fresco como una lechuga.
Cuando tienes una élite política y empresarial que depende totalmente de las rentas de las exportaciones agrícolas, del dinero de las inversiones extranjeras, de las remesas, del dinero ilícito, de los préstamos y donaciones internacionales y de los beneficios del poder de turno, apuesta a no cambiar el modelo de acumulación.
Sin modernizar la sociedad no hay ningún modo de que se pueda diversificar la economía ni la matriz productiva, porque cada vez que tratan de cambiar, seriamente, la economía socava su propia posición de dominio en el sistema político imperante y el modelo de acumulación basado en el “capitalismo de amiguetes”.
La “nueva clase” orteguista, vieja oligarquía y la burguesía tradicional están intentando nadar en dos ríos, como diciendo: queremos modernizar el Estado sin modificar las estructuras mismas de la economía, queremos que la política sea diferente sin cambiar la jerarquización del poder tradicional ni combatir la corrupción. Y eso simplemente no funcionará. Es un callejón sin salida.
Es lo que ha estado ocurriendo básicamente durante los últimos años. Están intentando cambiar algunas cosas, pero tienen miedo al cambio y esquivan que ese cambio ocurra, ya que la corrupción ha sido una fuente importante de la acumulación de riqueza. Es una situación esquizofrénica: quieren un cambio y modernización de las estructuras productivas, pero no quieren las consecuencias sociopolíticas de una innovación y renovación del Estado.
En definitiva, quieren un cambio político mediatizado para que en el fondo nada cambie, por eso se declaran favorables a una “salida al suave” de la crisis sociopolítica. Al mismo tiempo, la oligarquía financiera y empresarial tienen la esperanza que las presiones de los poderes fácticos externos obliguen al régimen Ortega-Murillo a aceptar cambios y se produzca una “salida en frío” a la crisis sociopolítica y una modernización del país.
La dictadura Ortega-Murillo ha impuesto su marca de fuego
La dictadura Ortega-Murillo ha impuesto su marca de fuego sobre el lomo de la población, ha hecho prevalecer su voluntad de dominación decapitando los derechos humanos, como ha eliminado a los insurgentes de abril 2018, proclamándose señor de horca y cuchillo. Sus actos de gobierno se han caracterizado por la violencia, juicios sumarios, cárceles y torturas a sus adversarios políticos. Sangre, mucha sangre y violencia. Toda la gestión, toda la administración ha sido un continuo ritual de la muerte. El poder de la dictadura se demuestra en la muerte de los demás, muerte civil y/o muerte física.
Las elites dominantes, encarnación del poder político y económico, están ahora alarmadas por las tendencias ultra autoritarias que el orteguismo implementa, pero no se reconocen a sí mismas como coadyuvantes en la creación de este monstruo. El orteguismo es el triunfo del fusil sobre la razón, la fuerza bruta sobre el pensamiento o la imaginación. Es la represión selectiva enfocada a periodistas, militantes de derechos humanos, médicos, intelectuales, profesores y funcionarios gubernamentales.
El autoritarismo no nació con la llegada al poder de Ortega-Murillo, sino que es el fruto de un proceso histórico, político y social a partir de la cultura política de las elites hegemónicas que explica la tradición tiránica o dictatorial que ha padecido Nicaragua. En mi libro “El Síndrome de Pedrarias” he descrito y analizado como, en la cultura política nicaragüense, el presidente autoritario deviene en dictador que tiene poder de vida y muerte. Su familia se convierte en el bloque político sucesor: la dinastía, el nepotismo, el continuismo, una familia gobernante o un gobierno de familiares, el amiguismo.
Esta concepción de la política patrimonialista y autoritaria se articula con la vieja tradición de legitimación familiar de sello conservador, patriarcal y elitista, que incluye e implica privilegios de clase y de familia. Como consecuencia, los gestores del poder en Nicaragua acaban creyendo en su omnipotencia e impunidad. Igual de abyecta es la cultura política del “enchufe” (o amiguismo), que se practica a plena luz del día en la política nicaragüense.
Complicidades y democratización
Todo ello genera una trama de complicidades que impregna al conjunto de la sociedad y permite la perpetuación del poder autoritario y la corrupción de “los de arriba”. De modo que siempre se repite la misma canción: todo el mundo sabía, pero todos se vuelven mudos y ciegos.
Desde el 2018, la crisis del orteguismo se debe no solo a las evidentes y lacerantes desigualdades económicas y sociales que se han profundizado, sino también a los agravios morales y culturales en contra de la población que afectan el estigma social de las gentes. Gobernar bien requiere sabiduría práctica y virtudes cívicas, ninguna de esas capacidades es patrimonio de la dictadura Ortega-Murillo.
La lucha por la democratización de Nicaragua es una lucha en contra del oscurantismo de la clase política tradicional y de las elites dominantes, profundamente asentadas en la burbuja intelectual conservadora. Durante años alimentaron el mito de una Nicaragua en la que “todo está bien”, aunque la realidad fuese—y sigue siendo– diametralmente diferente. La promesa de que un día, la riqueza “de los de arriba” se filtraría “a los de abajo”, ha sido el mayor engaño perpetrado por las élites políticas y económicas.
Sin embargo, actualmente, representantes del “gran capital” y sectores de la clase política opositora siguen apostando a la realización de unas elecciones en noviembre de 2026 cómo la vía para salir de la crisis actual. Ya no hablan sobre la necesidad de movilizar la resistencia social para lograr los cambios democráticos necesarios, lo cual puede producir una desmotivación y/o desesperanza de sectores juveniles y de los ciudadanos en general.
Tampoco se habla de fomentar el debilitamiento de los pilares de sostenimiento de la dictadura. La lucha social debe continuar basada en las reivindicaciones básicas de los ciudadanos “de a pie”, demandando el respeto de los derechos humanos, el derecho a la movilización, el fin de la represión, la liberación de todos los presos políticos y el retorno seguro de los exiliados.
Oscar-René Vargas, sociólogo y economista. Autor y co-autor de 57 libros. Ex preso de conciencia y miembros de los 222 desterrado, desnacionalizado y confiscado. El hecho de confiscar mis propiedades por parte de la dictadura es un acto de robo y violatorio de las leyes constitucionales e internacionales.